Heroína ‘vintage’
A raíz de la muerte de Seymour Hoffman, aquello que parecía impensable, ha sucedido: esta droga ha conquistado de nuevo la primera plana de la prensa americana
Si hace 30 años a usted no le soltaron un pequeño discurso sobre las bondades de aquella droga prodigiosa es porque, o bien no era joven en esa época, o bien era usted uno de esos seres inocentes que andan sin pisar el suelo. No había forma de librarse de que algún conocido te describiera las alucinantes sensaciones que provocaba esa sustancia a la que algunos llamaban la Reina.
No era necesario internarse en el lumpen para escuchar esa hagiografía, a veces se trataba de un compañero del colegio con el que te encontrabas en una esquina del barrio, y como una cosa lleva a la otra te tomabas una caña improvisada. Pagabas tú, por descontado, y si la conversación se prolongaba transitando por los viejos tiempos (porque la juventud también tiene viejos tiempos) tu amigo sentía que ya tenía el terreno abonado para pedirte un préstamo. Debo decir que a mí jamás nadie me ofreció heroína. Algo en mi aspecto resultaba refractario a ese ofrecimiento, pero sí fui víctima de algunos sablazos, y aún podía haber sido más víctima de haberle concedido a un amigo el favor de llevarle un paquete a un colega que tenía en París aprovechando un viaje que le conté que tenía que hacer. Yo era una inocente pero debo decir que el ángel de la guarda, porque solo el ángel de la guarda pudo obrar el milagro de salvarme de aquel ambiente pegajoso, no me dejó un momento a solas.
A pesar de haber leído estudios analizando la adicción y crónicas sobre aquellos tiempos, nunca escuché hablar sobre la heroína con tanta precisión, intensidad y arrobo como a aquellos que la consumían. Parte del lenguaje que creían propio lo habían tomado prestado del romanticismo cultural que envolvía aquellas papelinas; extrañamente ocurría que tras unos años de adicción todos los yonquis hablaban el mismo idioma, el yonqui de pueblo balbuceaba palabras parecidas a las del yonqui de barrio: la heroína actuaba como elemento aglutinador, como así actúa la fe en la mente de los creyentes. Cada cual se expresa a su manera, pero todos vienen a decir lo mismo: quien está fuera de su religión no experimenta la pura esencia de la vida. Aunque sea complicado de explicar era fácil sentirse una idiota escuchando ese tipo de revelaciones.
A quien no vivió aquel ambiente puede parecerle sencillo no haberse dejado arrastrar por él, pero el enigma para aquellos que convivimos con aquella peligrosa diversión es por qué unos cayeron en la tentación y otros no. Hubo víctimas de brillante inteligencia y víctimas sin dos dedos de frente; unos con una gran sensibilidad, otros carentes de ella. Tal vez lo que les igualaba era esa peculiar audacia de quienes siempre son los primeros en tirarse a la piscina.
La muerte el domingo pasado del actor Philip Seymour Hoffman nos ha dejado sin habla: en primer lugar, porque era un actor especial, admirado por el público, respetado por la crítica, rentable para la industria y un maestro en algo que, como señalaba la revista New Yorker, ha creado una escuela distinta de la de Brando o Pacino: al contrario que este tipo de actores tan carismáticos que parecen describirse a sí mismos en cada papel, Seymour Hoffman ha sido especialista en hacerse invisible, en aparecer fagocitado por el personaje que encarna.
A raíz de su muerte, aquello que parecía impensable, ha sucedido: la heroína ha conquistado de nuevo la primera plana en la prensa americana. The New York Times ya advirtió hace un tiempo de este revival que se ha cobrado su primer batallón de víctimas en zonas rurales. Esta misma semana se hablaba de “amnesia generacional”, esos cuarenta años que han sembrado el olvido en aquellos que no habían nacido para presenciar lo que fue un paisaje devastado.
Personalmente, deseo, con todas mis fuerzas, que la muerte de Hoffman sirva de aviso, jamás de aliciente, y que aquellos que tuvimos ojos y oídos para seguir el proceso que derrotó a toda aquella juventud no admitamos palabrería romántica al respecto. No se fueron los mejores ni los más sensibles, murieron aquellos que no tuvieron fuerzas para luchar contra su adicción. No estaban solos, muchos tenían una familia que les respaldó cuanto pudo, que pagó tratamientos y fue víctima también de sus embustes.
Me dice una psiquiatra, la doctora Lamela, que desde el punto de vista sociológico se habla de un revival romántico de los ochenta, que incluye a la heroína como un objeto vintage. En los noventa llegaron otras drogas que fueron asociadas a la opulencia. Por tanto, la heroína cuadra mejor con nuestro presente estado de ánimo. En el olvido han quedado los monos, el destrozo familiar y el sida, convertido ya en enfermedad crónica.
Tan a favor juega el olvido para favorecer una vuelta de esta droga que ya vuelven las viejas interpretaciones: Hoffman padecía una terrible soledad después de que su mujer le pidiera que se alejara de los niños hasta que estuviera limpio: ¿no hay ningún periodista que recuerde cómo era tener un heroinómano en casa?, ¿no hay nadie que contemple cómo asumieron la muerte de sus padres los huérfanos de la heroína? Por fortuna, en nuestro país no se aprecia un regreso de esta droga, aunque sí la idealización de una época en la que se enmarcan nuestras batallitas de juventud. ¿No va siendo hora de madurar y de contar la verdad?
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