Los autobuses de Madrid, si recuerdo con precisión, van siempre llenos de adorables pero feroces miembros de la tercera edad con una firme vocación para la queja. No muy distintas, las guaguas habaneras funcionan como alborotadas juntas vecinales, donde tiene la última palabra el que vocifera más fuerte. En México, los peseros son abarrotados bochornos, casi siempre silenciosos –salvo por las cumbias que regurgita la radio–, donde estudiantes fingen abatimiento para no cederle el lugar a nadie y los viejos miran con resignada tristeza por la ventana. En Nueva York, en cambio, los buses son el manicomio móvil en donde se dan cita los locos de la ciudad. En alguno de mis trayectos matutinos he llegado a contar hasta siete –siete locos absolutos, pero bastante funcionales en un mismo bus.
Mi último trayecto debe haber sido el más catártico. Lunes, 8.30: una señora de unos setenta años –chancletas con calcetines, gorra de béisbol volteada– se puso repentinamente de pie y, como dirigiendo una orquesta imaginaria, empezó a batir los brazos y a cantar “obladí-obladá” a todo pulmón. Después de algunas risas y susurros escépticos, uno a uno, los pasajeros nos fuimos animando. Terminamos todos –salvo el chófer, tal vez– sumándonos al coro. En una ciudad en la que ya no se bebe en las terrazas antes de la seis de la tarde, ni se puede fumar en los parques, ni se extienden las sobremesas más allá de un postre y un insípido café americano, los autobuses de Nueva York son quizá el último rincón al margen de las normas de conducta pública. Es como si su movilidad –lenta, agusanada– los colocara fuera de la velocidad del progreso, lejos de las redes de vigilancia, apartados del discurso normalizador, and lalalala life goes on.
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