Indignación en Francia por la multimillonaria multa, nada menos que 6.600 millones de euros, impuesta por el gobierno estadounidense al banco francés BNP-Paribas por haber violado el régimen de sanciones impuesto en 1997 al régimen sudanés en razón tanto de su apoyo a Bin Laden y su papel en el genocidio de Darfur. El Gobierno francés, vía su Ministro de Hacienda, Michael Sapin, ha declarado que esta multa es injusta y desproporcionada. A juicio de Sapin y muchos otros en Francia, esta multa obliga a los europeos a cuestionarse la supremacía que el dólar disfruta como medio de pago internacional. Basta ya, dicen, del abuso de poder que ejerce Estados Unidos mediante el dólar, que ya el general De Gaulle definió como un “privilegio desmesurado”.
En lo referido a la supremacía no les falta razón: la economía estadounidense representa un quinto de la economía global pero el 85% de las transacciones de divisas se llevan a cabo en dólares y, a su vez, el dólar supone el 60% de las reservas de los bancos centrales del mundo. Tampoco están desencaminados en lo absurdo de esa supremacía: multitud de bancos y empresas europeas siguen denominando sus transacciones entre ellos en dólares, en lugar de en euros. También en la cuestión de la legalidad de las sanciones está BNP en lo cierto: aunque manejar las transacciones exteriores del régimen de un terrorista y genocida como Omar al Bashir fuera repugnante desde el punto de vista moral, si esas transacciones hubieran sido llevadas a cabo en euros, habrían sido plenamente legales, pues la Unión Europea no secundó dichas sanciones.
A la luz de estas razones, parece evidente que un mundo con algo menos de unipolaridad monetaria sería más que bienvenido. ¿Seguro? No está tan claro. Fijémonos en las discusiones sobre paraísos fiscales y, en general, sobre la opacidad del sistema bancario internacional. Durante décadas, esa opacidad no pareció importar mucho a los gobiernos, ni siquiera al estadounidense. Pese al tópico que dibujaba los paraísos fiscales como islas tropicales de aguas cristalinas, los más importantes estaban en lugares tan anodinos como Delaware o Zúrich, pero también en el corazón Europa, como Luxemburgo, Viena o las islas del canal de la Mancha. Al parecer, mientras los paraísos fiscales sirvieron para que empresas e individuos eludieran impuestos y blanquearan dinero proveniente de la corrupción, el crimen organizado o los tráficos ilícitos, no hubo mucha urgencia en acabar con ellos. De ahí que la cháchara proveniente de las reuniones de la OCDE o el G 20 no sirviera de mucho. Pero desde que Estados Unidos asumió que ese canal financiero paralelo era el que permitía sobrevivir al terrorismo y a sus patronos y financiar el programa nuclear de Irán, Washington decidió pasar a la ofensiva y poner fin a la opacidad del sistema financiero global. Sin la presión de Estados Unidos, vecinos tan respetables como Luxemburgo, Suiza o Austria, que durante décadas han bloqueado cualquier avance en esta materia, estarían todavía resistiéndose a cambiar su legislación sobre transparencia bancaria. Paradoja: el miedo de gobiernos y empresas al Departamento del Tesoro estadounidense puede ser una herramienta de progreso global.
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