Como un malabarista, el presidente Obama tiene tres pelotas en el aire que ha de recoger impidiendo que ninguna caiga al suelo. Son Cuba, Irán y el tríptico con vocación unitaria que forman Siria-Irak-Yemen. Hay más, aunque no de tan urgente atención, como Ucrania, Afganistán, Venezuela —que ya se le ha caído, pero es de ping-pong— y otras que se derivarán del éxito o fracaso de esa Santísima Trinidad de la geopolítica. Y de ese maniobreo dependerá la suerte de su doble mandato: la gran decepción; salvar los muebles; o inaugurar un nuevo ciclo de la política exterior norteamericana.
Las dos urgencias aparentemente amortizadas son Cuba e Irán. Pero pasará algún tiempo hasta que en el primer caso se establezcan relaciones diplomáticas y en el segundo se firme el acuerdo de estrecheces nucleares para Teherán. Los casos cubano e iraní —de los que la relación con La Habana se verá sometida a un test en la cumbre de las Américas del próximo fin de semana—, se parecen cada día más. Las partes han jugado en las negociaciones al gato y al ratón, apoyándose ambas en la necesidad de no dar por perdida la cuantiosa inversión diplomática realizada, y en las que ninguno aceptaba ir de ratón. La teoría que comparten Obama y su homólogo iraní, Hasan Rohaní, es la de que no se trata de un juego de suma cero —en el que lo que uno gana, lo pierde el otro— sino que todos pueden salir ganando, mientras que la derecha republicanota en Washington; los partidarios de no ceder un átomo en Teherán; y el nacionalismo montaraz en Israel, sostienen que sí es de suma cero, e Irán quien se lo lleva todo.
En inglés se dice que “el diablo está en los detalles” y nunca mejor aplicado porque ambos acuerdos son los detalles: ¿cuánto de deshielo práctico significa el restablecimiento de relaciones Cuba-EE UU?; ¿qué grado de ofensa y decaimiento representa para Venezuela?; ¿cuántos años tendrá de vigencia el acuerdo nuclear?; ¿a qué ritmo se producirá el levantamiento de las sanciones contra Irán? Uno u otro calendario configuran acuerdos diferentes, que dan mayor o menor juego a los enemigos de ese nuevo comienzo. Cierto que los anteriores son puntos que en la teoría negociadora tienen que estar ya resueltos, pero el problema reside en cómo anunciarlos ante un buen número de congresistas, la mayoría demócratas, que no son visceralmente contrarios, pero que necesitan poderse vender a ellos mismos la convicción de que no están traicionando a Israel, así como ante otra multitud republicana, que ya ha decidido que ningún acuerdo con Teherán puede ser bueno.
Y, contrariando el designio de Obama de dejar sin soldados norteamericanos Oriente Medio, baila la tercera pelota: la guerra contra el EI en Irak y Siria, paralela a la que se libra en Yemen a los Huthi, que quieren zafarse de la tutela de Occidente. Y estos meses son para redactar unos acuerdos que ofendan lo menos posible, y solo entonces podrá Washington decidir hasta dónde puede llegar en ese tercer frente en el que se oponen su aliado de siempre, Arabia Saudí, y su antiguo enemigo, el régimen de Irán.
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