Si hay un adjetivo al que se asocia al secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, es el de “infatigable”. Así lo llamó el presidente Barack Obama tras el acuerdo nuclear iraní. Y ese fue el elogio más repetido que escuchó Kerry en una cena, la semana pasada en Washington, en que recibió el premio de diplomático del año de la revista Foreign Policy.
Kerry, de 71 años, va camino de ser el jefe de la diplomacia estadounidense que más kilómetros ha viajado. Apenas hay conflicto en el que no quiera mediar. Para sus partidarios, esa hiperactividad es un reflejo de sus habilidades. Su éxito más palpable es el pacto en julio con cinco potencias que limita la capacidad nuclear de Irán.
Para sus detractores, el exsenador demócrata peca de ingenuidad y ansias de gloria tras un fallido intento presidencial en 2004 y no ser la primera elección de Obama para secretario de Estado en su segundo mandato. En septiembre de 2013, la respuesta dubitativa de Kerry en una rueda de prensa contribuyó a que EE UU frenara un plan de bombardeos al Ejército sirio a cambio de un desmantelamiento de sus armas químicas. Otro ejemplo: el ministro de Defensa israelí tildó a Kerry de “obsesivo” y “mesiánico” por su plan de paz entre Israel y Palestina, que naufragó en abril de 2014.
Pero Kerry, hijo de un diplomático, no tira la toalla. En su discurso durante la cena, se declaró convencido de que ese plan de paz podría ser posible en los 15 meses de presidencia que le quedan a Obama. Su doctrina general: “El intento crea una plataforma mucho más fuerte para acciones futuras que rechazar intentarlo”.
El veterano de la guerra de Vietnam, a la que después se opuso, defendió una diplomacia de cara a cara con el interlocutor y que prime el pacifismo. Refutó las críticas pesimistas de que el mundo se desmorona. Kerry es, ante todo, un optimista. Tiene una ventaja: no tiene más ambiciones políticas tras su paso por el Departamento de Estado. Estos cuatro años definirán su legado y está decidido a exprimirlos.
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