Descifrando a Trump
El magnate cabalga sobre la ola de antielitismo que sacude a Estados Unidos
FRANCISCO G. BASTERRA
11 MAR 2016 – 20:40 CET
Trump puede ser presidente de Estados Unidos. Lo que hasta hace muy poco parecía una quimera ya no lo es. Provoca estupor y preocupación desde Europa a China y desata la alarma en EE UU. La posibilidad, ya no remota, de que se alce con el poder en la todavía única superpotencia realmente existente, nos obliga a profundizar en su significado. Es necesario descifrar la campaña de un personaje que aparece como un charlatán, zafio en las formas, intolerante, demagogo, matón, atizador de resentimientos étnicos y raciales sobre hispanos y negros, dispensador de soluciones simples para problemas complejos.
Trump se parece a su caricatura y sería peligroso quedarse solo en ella: el multimillonario de la construcción, que se paga su campaña, showman de la televisión, el antipolítico que compra la presidencia, admirador de Putin, partidario de ampliar la tortura, de deportar a 11 millones de inmigrantes indocumentados y de construir un muro a lo largo de la frontera con México, y de castigar con elevadas tarifas las exportaciones chinas, porque “China nos está estafando.” Trump es excesivo, tramposo, pero en absoluto estúpido. Cabalga sobre la ola de antielitismo que sacude a Estados Unidos. No minusvaloremos a este remedo Berlusconi yanqui.
El partido de Lincoln ha vendido su alma al populismo para recuperar la Casa Blanca
Los estadounidenses no se han vuelto locos de repente, ni el Partido Republicano quiere suicidarse. Sin embargo, su irresponsable campaña de demolición de todo lo que significa Obama, ha provocado la polarización extrema de la vida política sobre la que ha germinado el fenómeno Trump. El Tea Party, el lobby de las armas, los lanzallamas radiofónicos de la ultraderecha, son el sustrato del trumpismo. El partido de Lincoln ha vendido su alma al populismo para recuperar la Casa Blanca.
Donald Trump no opera sobre el vacío. Las primarias demuestran que existen las bases populares que le propulsan. Son los blancos sin título universitario, con menos ingresos, las clases medias más bajas, los hogares que ingresan 30.000 dólares al año, cuya calidad de vida ha colapsado. Se sienten asediados por las minorías hispana y negra, que les comen demográficamente; desatendidos por el establishment político de Washington. Perciben al mismo tiempo que sus valores, más conservadores, son deslegitimados.
Trump habla su lenguaje, sin pelos en la lengua. Es la clase media que ha pasado a ser pobre. La mayoría de los votantes, explica Thomas Friedman en el New York Times, “no escuchan con los oídos sino con el estómago”, y Trump conecta con ellos a nivel emocional. Es un producto propio de la era de la antipolítica. Un populista de derechas. Juega en la liga de Marine Le Pen, en Francia, Geert Wilders, en Holanda, o de Viktor Orban, en Hungría. Y comparten la demagogia que, como recuerda el presidente de México, refiriéndose a Trump, es la misma que llevó al poder a Mussolini y a Hitler. Andrew McCarthy, ex fiscal adjunto de Estados Unidos, nos da la pista para entender el fenómeno Trump al escribir en The National Review: “Donald Trump no es la causa del deterioro de nuestra política, sino el efecto del deterioro de nuestra cultura.”
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