La fuga del optimismo occidental
Europa y Estados Unidos se enfrentan a desafíos que no proceden del exterior, como durante la Guerra Fría. Se tambalea la fe en el progreso económico y se agudiza el temor a una pérdida de identidad vinculada a la inmigración.
Hace apenas medio año, Robert Kaplan publicaba un ensayo titulado El nuevo mapa medieval de Europa en el que analizaba el ascenso de fuerzas populistas que, entre otras cosas, eran contrarias a la integración europea y concluía alertando contra el riesgo de fragmentación en un continente que se había convertido en un “profundo problema” para Estados Unidos. El resultado del referéndum sobre el Brexit venía a confirmar pocos meses después la gravedad de este diagnóstico.
Sin embargo, el propio Kaplan, tan lúcido a la hora de describir los males europeos, no supo ver el surgimiento del brote populista que se estaba gestando en su propio país hasta que la evidencia se impuso de forma abrumadora. Es decir, que lo que Kaplan había identificado como un problema exclusivamente europeo era también, en gran medida, un problema americano. Y si lo es simultáneamente de Europa y de Estados Unidos estamos sin duda ante un fenómeno que solo puede entenderse como occidental.
Lo cierto es que Occidente es un término que había caído en desuso desde el fin de la Guerra Fría, cuando la existencia de un enemigo exterior creaba fuertes lazos de afinidad entre ambos lados del Atlántico. Más tarde, ni la tesis del choque de civilizaciones ni el resurgimiento de Asia propiciaron la recuperación de una visión occidental enfrentada a otras rivales. Durante unas décadas la UE estuvo concentrada en sí misma mientras Estados Unidos desconectaba de Europa para prestar cada vez mayor atención a Asia. Pero ahora, inesperadamente, nos encontramos ante graves desafíos, que son similares aquí y allá y que no proceden del exterior sino del interior de nuestros propios países. Y al compartir nuestros demonios familiares nos hacemos de nuevo conscientes de que funcionamos como una verdadera comunidad de destino.
¿Responde el ascenso de fuerzas populistas a unas mismas causas en Europa y en Estados Unidos? Parecería que en lo sustancial sí, aunque en Europa hay además tendencias centrífugas que amenazan el proceso de integración y que no son de aplicación al otro lado del Atlántico. Pero hay dos pautas de hondo calado que se repiten en ambos casos. En primer lugar, se tambalea la fe en el progreso económico, que se creía indefinido, y se va instalando la impresión, compartida por amplias capas de la población, de que las nuevas generaciones vivirán peor que las precedentes. Y en segundo lugar, se agudiza el temor a una pérdida de identidad vinculada con los cambios culturales provocados por la inmigración.
Estos sentimientos se traducen al lenguaje político en una severa crítica contra las élites, una oposición a los acuerdos de libre comercio, una posición contraria a la inmigración y un repliegue nacionalista. Desde luego que estos factores se combinan de forma diferente según se trate de movimientos de izquierdas o de derechas, pero hay un sustrato común que es el rechazo a la globalización y a los cosmopolitas que defienden sus efectos benéficos y su carácter irreversible. Y la ferocidad de esta reacción contra las élites solo puede entenderse plenamente si se analiza en clave religiosa, como la insurrección frente a una promesa incumplida, la de la certeza de un progreso en el que se creía con una fe que había sustituido en gran parte a las viejas creencias. Y ello combinado con un rechazo frente a lo que se percibe como una erosión en el sentimiento nacional en tanto que proveedor del sentido de pertenencia y de comunidad.
Estos dos factores componen un relato decididamente pesimista en cuanto a nuestras posibilidades de futuro. Y no se trata del pesimismo escéptico y lúcido de aquellos que no se engañan sobre las limitaciones de la condición humana, sino que por el contrario estamos ante una atmósfera colectiva de resentimiento frente a lo que se percibe como un giro equivocado e injusto en el devenir de la historia. Frente a este estado de ánimo de poco vale recordar que la globalización fue una creación occidental de la que Europa y Estados Unidos se han beneficiado enormemente antes de empezar a favorecer a otros pueblos.
Y ese optimismo que se desvanece en Occidente se ha mudado a Oriente, donde cientos de millones de personas han pasado en poco tiempo de la pobreza a la clase media. En efecto, uno de los efectos más impactantes de la globalización ha sido el devolver a la demografía el peso económico que tuvo en el pasado. Y podemos admirarnos al saber que India tenía apenas 10 años atrás una economía más pequeña que la española con una población casi 30 veces mayor. Hoy el PIB indio es ya el doble que el español, con expectativas muy altas de crecimiento para los próximos años y es fácil entender que la situación anómala era la anterior y no lo contrario.
Pero el ascenso de Asia y el declive relativo de Occidente se inscriben en un ciclo largo de la historia que está aún por escribir. Y hay factores que podrían hacer descarrilar este formidable resurgimiento asiático si no prevalece en el futuro una visión prudente del interés nacional. El principal es un nacionalismo muy impetuoso, producto del orgullo por el reciente regreso a la primera división del poder mundial, que se despliega contra Estados vecinos también poderosos, como sucedió en la Europa de la primera mitad del siglo XX, con efectos catastróficos, por cierto.
Mientras tanto, Europa y Estados Unidos conservan activos políticos, económicos y militares considerables que les pueden asegurar una influencia fundamental en los asuntos internacionales durante un futuro previsible. Sin embargo, el principal riesgo para ambos está ahora en la esfera interna. Y es que el poder más persuasivo que tienen las sociedades occidentales es su salud cívica, y la fuerza del ejemplo, como le gusta recordar al presidente Obama, es su mayor fortaleza. En consecuencia, los sectores políticos y sociales que apoyan un orden abierto y liberal y una identidad no excluyente tendrán que salir a ganar la batalla de las ideas y de los afectos. Y para ello resulta imprescindible abordar con coraje intelectual las grandes preguntas que nunca hay tiempo para responder: cómo relanzar el proyecto europeo remediando su ya crónico déficit democrático; cómo combinar la apertura hacia el exterior con un ascensor social que funcione en el interior de nuestros países; cómo seleccionar a los inmigrantes para atraer a aquellos con talento y, al mismo tiempo, más dispuestos a integrarse. En definitiva, cómo recuperar la confianza en nosotros mismos y en nuestro futuro.
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