Un día, la futura primera dama estadounidense tuvo conocimiento de que su marido, el futuro presidente, la engañaba. Su vida cambió para siempre en ese instante: aunque al principio pensó en divorciarse, finalmente lo reconsideró y de forma fría y pragmática decidió permanecer a su lado, pero con una condición: abandonaría el papel de esposa abnegada y desarrollaría una intensa actividad pública con una agenda política propia. No estamos hablando de Hillary Clinton, sino de Eleanor Roosevelt.
El 7 de noviembre pasado, es decir, la víspera de las elecciones presidenciales estadounidenses, se cumplieron 54 años de la muerte de una de las mujeres más interesantes de la historia política americana. Hija de una acomodada familia neoyorquina, a Eleanor no le hizo falta cambiar de apellido cuando se casó: su padre era el hermano menor del antiguo presidente Theodore Roosevelt. Contrajo matrimonio a los 21 años con su primo lejano, Franklin Delano Roosevelt, el presidente que sacaría a Estados Unidos de la Gran Depresión con el New Deal.
La vida le obligó a ser fuerte: su madre y su hermano menor murieron de difteria cuando ella apenas tenía ocho años, y su padre, alcohólico, moriría dos años después tras saltar de la ventana de un sanatorio en medio de un delirium tremens. Inteligente y preparada, ya desde los primeros años después de convertirse en 1933 en primera dama mostró su insatisfacción por el papel hasta entonces reservado para las consortes de los presidentes, y continuó su intensa actividad. La enfermedad de su marido, que le confinó desde 1921 en una silla de ruedas, contribuyó a avivar la presencia de Eleanor en la vida política y llegaría a dar más conferencias y celebrar más ruedas de prensa que el propio presidente.
Pronto se convirtió en una de las principales defensoras e impulsoras del New Deal, hasta el punto de participar en inspecciones de sus programas. Fue así como reparó en que en los Estados del Sur la población negra se beneficiaba proporcionalmente menos de las ayudas públicas, lo que le hizo volverse una activa defensora del movimiento en defensa de los derechos civiles de los afroamericanos, a los que además invitaba asiduamente a la Casa Blanca. No olvidó tampoco los derechos de los homosexuales, en lo que sin duda influiría la relación romántica que mantuvo con una reportera de Associated Press.
También en el marco del New Deal dio la batalla por la igualdad salarial de las mujeres. Hizo presión entre bastidores para conseguir que se aprobara la ley que convertía el linchamiento en delito federal. Asimismo, intentó combatir la ola de odio hacia los inmigrantes japoneses residentes en Estados Unidos tras el ataque de Pearl Harbor, considerando que se estaba generando “una gran histeria en contra de las minorías” e incluso se opuso activamente a la Orden 9066 que aprobó su marido y que llevó a numerosos japoneses americanos a campos de internamiento. También defendió el asilo de judíos perseguidos por el régimen nazi, pero el miedo a que entre los refugiados políticos se encontrara algún terrorista pesó más en el ánimo del presidente, que llegó incluso a restringir su inmigración.
Al morir el presidente Roosevelt, en abril de 1945, Eleanor tuvo que soportar la humillación de enterarse de que su antigua amante le había acompañado en su lecho de muerte. Pero volvió a superarlo. El sucesor de
Roosevelt, Harry S. Truman, la nombraría delegada en Naciones Unidas, donde se convertiría en la primera presidenta de la Comisión de Derechos Humanos y en agente fundamental de la redacción y posterior aprobación en 1948 en la Asamblea General de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Durante un tiempo coqueteó con la posibilidad de presentarse como candidata a la presidencia de Estados Unidos. Ella misma terminó por albergar esa esperanza, que finalmente se truncó cuando Truman decidió apoyar como candidato demócrata al gobernador de Nueva York. Desde entonces no se lo volvió a plantear y optó por apoyar durante años la carrera presidencial de Adlai Stevenson, otro personaje fascinante y del que se cuentan anécdotas como la del admirador que le dijo que todas las personas inteligentes de Estados Unidos le iban a votar, y él replicó: “No son suficientes”.
Aunque Eleanor tenía una enorme popularidad, su activismo y su firmeza le granjearon muchas antipatías. Fue acusada de antiamericana por defender a los inmigrantes japoneses; de fantasiosa y utópica por promover una ciudad-cooperativa en Arthurdale, donde reasentar mineros sin hogar; de hipócrita, por incluir una ciudad segregacionista dentro de las ciudades piloto del New Deal y dejar que llevara su nombre (Eleanor, en Virginia Occidental); de sectaria, por favorecer la discriminación positiva de la mujer y durante un tiempo solo permitir el acceso a periodistas mujeres en sus ruedas de prensa; de exhibicionista, por visitar a las tropas en el Pacífico Sur para infundirles ánimos; de temeraria, por pretender acoger a refugiados judíos perseguidos por los nazis; y hasta de adúltera, inmoral y mentirosa.
Si el pasado 7 de noviembre el fantasma de Eleanor Roosevelt hubiese salido de su tumba para ser testigo de las elecciones americanas, se habría llevado una buena decepción. Es probable que, una vez finalizado el escrutinio, se hubiera desplazado, sigiloso, hasta la sede del partido demócrata y, acercándose a una desconsolada Hillary Clinton, le hubiera posado una mano encima del hombro y le hubiera susurrado al oído algunas palabras de consuelo: ella también sabía lo que es ser juzgada por las infidelidades de su marido, por atreverse a tener una carrera política propia siendo primera dama y viniendo de una familia acomodada y vinculada al establishment; por evolucionar y cambiar de opinión en temas importantes como los derechos de los homosexuales; por ser dura, fría y pragmática, valores no percibidos como negativos en los políticos masculinos; e incluso, por supuesto, por cometer errores y caer en contradicciones, como todos los humanos, especialmente los políticos.
Luego, lentamente, habría regresado a su tumba, pensando en los valores por los que siempre había luchado: los derechos de las minorías raciales, los inmigrantes, los homosexuales, las mujeres, las personas desfavorecidas, los desahuciados tras una gran crisis económica. Al cerrar de nuevo su lápida, habría suspirado al pensar cuándo sería la próxima vez que podría salir de nuevo para intentar ver a una mujer alcanzar la presidencia de Estados Unidos.
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