El muro que divide al mundo en el siglo XXI
La desigualdad no es la única explicación de la victoria de Trump o el ‘Brexit’. La identidad y el rechazo al otro también explican lo sucedido
“Desigualdad”, “globalización”, “los que se han quedado atrás”: no pasa un día sin que se repita el mantra, sin que nos vuelvan a contar que éstas son las fuentes de la corriente populista que condujo al Brexit en Reino Unido, a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos y que puede desembocar en victorias para Geert Wilders y Marine Le Pen en las inminentes elecciones generales de Holanda y Francia.
El argumento no convence. Sí, la economía siempre va a ser un factor electoral, pero no es la principal explicación del fenómeno político que define nuestra era en Occidente. No se trata en primer lugar de una lucha de clases clásica entre ricos y pobres. Estamos presenciando un nuevo concepto del término en el que la división se define no por el dinero sino por los valores, por dos conceptos opuestos de las que deben ser las prioridades morales de la sociedad.
Eric Kaufmann, un profesor canadiense de política en Birkbeck College (Inglaterra), está escribiendo un libro sobre el tema. “Lo que vemos”, ha dicho, “es una creciente polarización de valores en las sociedades occidentales. La línea divisoria política era izquierda contra derecha, redistribución económica contra el mercado libre; la nueva polarización emergente es entre lo que podríamos llamar cultura abierta contra cultura cerrada, o el cosmopolitismo contra el nacionalismo”.
Kaufmann se apoya en un estudio detallado que ha hecho su universidad de las prioridades del electorado en las elecciones estadounidenses de noviembre. La conclusión más importante es que la inmigración fue un asunto de muchísima mayor preocupación para los devotos de Trump que la desigualdad, una realidad que les dejó casi indiferentes. Lo cual ayuda a explicar su devoción por un presidente magnate que no disimula su enorme riqueza.
Explica también por qué “el Muro” fue no solo el mensaje que más caló en la campaña electoral de Trump sino la metáfora que define el rechazo a la inmigración y al cosmopolitismo en general de sus seguidores estadounidenses y de sus correligionarios europeos. La nueva lucha de clases no es entre los que han prosperado económicamente y los que no, sino entre aquellos que tienen una visión abierta al mundo y los que desean refugiarse en la antigua tribu. O, lo que acaba siendo lo mismo, entre los que navegan cómodamente en las corrientes de la modernidad y los que sueñan con parar el barco y regresar al puerto seguro del pasado.
Por eso el otro mensaje que dejó huella en los votantes de Trump, mucho más que cualquier reflexión sobre sus planes fiscales, fue el eslogan Make America great again (Haz que América vuelva a ser grande). El eslogan apela al sentimiento nacionalista de aquellos que añoran una época dorada en la que la integridad racial de la tribu no se había contaminado por la llegada de personas de culturas extrañas.
Aquella época se suele remontar en el imaginario colectivo a los años cincuenta. Los datos demuestran que, efectivamente, al final de esa década el 90% de la población de Estados Unidos era blanca; hoy lo es el 63%. América era grande, según Trump, antes de la revolución cultural que inició la ruptura del antiguo orden en los años sesenta. No es casualidad que Geert Wilders, el populista holandés y favorito para ganar las elecciones de este mes, haya elegido como su principal eslogan electoral “Haz que Holanda vuelva a ser grande”.
Tanto Wilders como Le Pen como Nigel Farage (el líder espiritual del Brexit) son admiradores declarados de Trump. (También lo son el dictador de Zimbabue, Robert Mugabe; el presidente y asesino en serie de Filipinas Rodrigo Duterte y Vladímir Putin, pero ese es otro tema.) Todos insisten en decir que los que simpatizan con ellos son “la gente real” o “el pueblo auténtico”. El lema electoral de Le Pen es “En nombre del pueblo”. Los demás son una especie de herejes o traidores. Habitan el otro lado del muro, no añoran el pasado y se sienten cómodos viviendo en un mundo sin fronteras.
Yo estoy del lado de lo que supongo que será el de la mayoría de la gente que lee diarios como éste o The New York Times o Le Monde. Podemos tener más o menos dinero pero pertenecemos, nos guste el término o no, a la llamada élite cosmopolita, típicamente gente que vive en grandes ciudades cuyos valores y hábitos chocan con el sector más rural o conservador que se rinde a los cantos de sirena de los populistas de derechas.
Hagamos una lista de algunos de los valores que a los de mi bando les parecen bien, incluso en algunos casos admirables, y que a la mayoría de los fieles del eje trumpista les parecen de dudoso valor, ridículos o directamente aborrecibles.
En primer lugar está, por supuesto, el internacionalismo, palabra que cubre la inmigración, la bienvenida a los refugiados de guerra, la Unión Europea, lo extranjero en general. Pero a esto se suman, con mayor o menor énfasis según el individuo, los derechos humanos; el feminismo; la homosexualidad; la protección del medio ambiente; los intelectuales.
No es ninguna sorpresa que un reciente estudio del Financial Times demostrara que los votantes de Wilders tienden a tener un nivel educativo inferior a los que votan en su contra. Recordemos el grito de Trump durante su campaña electoral, “¡Adoro a los incultos!”. O el de los propagandistas del Brexit: “Estamos hartos de los expertos”.
Derribar el muro que nos separa será complicado. Si fuese verdad que el problema es esencialmente económico los hechos se impondrían tarde o temprano a las falsas promesas. Pero como se trata de una lucha de valores estamos en el terreno no de la razón sino de la fe. Trump, Le Pen y Wilders son vistos por su gente como redentores; el Brexit, como el retorno a la gloria terrenal de los días del imperio. El pensamiento religioso se mezcla con el político, el secreto del éxito del evangelio comunista durante buena parte del siglo XX. El populismo es la nueva religión política del XXI en los países ricos de Occidente. Veremos si tarda más tiempo que el comunismo en desaparecer de los corazones de sus fieles.
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