Tras el triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales, afirmé en esta columna que de cumplir sus anuncios de campaña sobre cambio climático se convertiría en un enemigo del planeta (13 de nov. de 2017). Bien parece que lo está logrando con creces al retirar a EE. UU. del Acuerdo de París, decisión que estuvo antecedida por otras medidas para estimular la explotación y el consumo de combustibles fósiles.
En últimas, el retiro del Acuerdo no conducirá a EE. UU. a la inacción ya que, como lo señaló el presidente Obama, un amplio conjunto de estados, ciudades y empresas del sector privado ya optaron por un futuro con bajas emisiones de carbono. Así, por ejemplo, en California, el gobernador Jerry Brown, del Partido Demócrata, anunció hace unos meses que fortalecería las políticas para combatir el cambio climático, que ya son las más avanzadas de EE. UU. En principio, propone tomar las medidas requeridas para reducir las emisiones, hacia 2030, en un 40 % por debajo de los niveles registrados en 1990. Además, después del anuncio de Trump, 68 alcaldes de ciudades de los EE. UU. comprometidas con el combate al cambio climático, y cuya población asciende a 36 millones de habitantes, declararon que alinearán aún más sus políticas con el Acuerdo de París.
Por otra parte, se observan impresionantes avances tecnológicos para mitigar el cambio climático. De conformidad con un estudio de la firma Bloomberg New Energy Finance, en la próxima década los vehículos eléctricos se convertirán en una opción más económica que los de motor de combustión en casi todos los países. Igualmente alentador es el anuncio de la India de que ya está en capacidad de producir un kW/hora de energía eléctrica con paneles solares, con un costo menor que el correspondiente al de la generación con carbón.
En otras palabras, el mundo no se enfrenta hoy a un fracaso del Acuerdo de París similar al fracaso del Protocolo de Kioto, cuyos modestos resultados se debieron fundamentalmente a su no ratificación por Estados Unidos. Pero el hecho de la existencia de algunas luces no puede ocultar las muchas sombras que el anuncio de Trump proyecta sobre el futuro del Acuerdo de París y la geopolítica internacional.
Trump, con su decisión, y a pesar de las positivas tendencias antes anotadas para Estados Unidos, pone en riesgo que el mundo se coloque en la senda de no trasgredir el incremento de 2 ºC de la temperatura media global, más allá de la cual se corren enormes riesgos económicos y sociales.
Trump, con su decisión, estaría renunciando a que EE. UU. lidere la tarea de combatir la mayor amenaza enfrentada por la humanidad en su historia: ¿cómo confiar en un país que después de jugar, por cerca de ocho años, un liderazgo definitivo en la construcción de un complejo acuerdo firmado por 195 países resuelve retirarse de él con débiles y risibles argumentos, para quedar de “socio” de Siria y Nicaragua, los dos únicos países del mundo que no lo firmaron?
Trump, con su decisión, ha señalado que EE. UU. no contribuirá a asegurar los recursos económicos que los países en desarrollo, en especial los más pobres, requieren como necesario complemento para cumplir con sus metas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero y para adaptarse al cambio climático, un hecho que podría incidir muy negativamente en el cumplimiento de sus compromisos en el Acuerdo de París.
Por fortuna, la suerte aún no está echada. Formalmente, EE. UU. solo podrá concretar su retiro al final del período presidencial de Trump, lo que conducirá a que el tema adquiera, como nunca, una posición central de la campaña presidencial de 2020. Más importante aún: los movimientos sociales en pro del Acuerdo de París, en EE. UU. y en el mundo, muy probablemente surgirán con la fuerza suficiente para echar para atrás o para modificar sustancialmente el anuncio de este patético enemigo del planeta.
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