Afganistán, la guerra de nunca acabar
El futuro en Afganistán es cada vez más confuso con un inquilino de la Casa Blanca errático, indocumentado y caprichoso
En el principio está Afganistán. La guerra actual, claro, que tiene ya 16 años de historia, desde que las tropas de Estados Unidos invadieron el país, en octubre de 2001, en respuesta fulminante a los atentados del 11-S. Pero también las raíces contemporáneas del terrorismo islamista, y más en concreto de Al Qaeda, que surgió en el caldo de cultivo de la resistencia de los muyahidines afganos, apoyados por Arabia Saudí y Estados Unidos, contra los ocupantes soviéticos que invadieron el país en 1979.
Ya es la guerra más larga en la que se haya implicado jamás EE UU y también la primera en que la OTAN realiza una acción militar fuera de su territorio. También es la primera y hasta ahora la única que resulta de la activación del artículo 5 del Tratado Atlántico en el que los socios de la Alianza se comprometen a defenderse mutuamente ante cualquier agresión exterior.
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Esta guerra ha visto pasar a tres presidentes: George W. Bush, que la declaró y marcó el objetivo de desalojar a los talibanes, eliminar Al Qaeda, estabilizar el país y convertirlo en una democracia; Barack Obama, que la dio por terminada en 2014, pero sin éxito; y Donald Trump, un presidente que quiere ganar guerras, pero que ahora se ve impelido a actuar en Afganistán para no perder la primera en la que se halla involucrado.
Desde que Trump llegó a la Casa Blanca se ha producido una intensificación de la actividad terrorista y el Gobierno afgano ha perdido al menos un 10% de territorio bajo su control a favor de la insurgencia, con el agravante de que al peligro de los talibanes y Al Qaeda se han unido ahora los combatientes de Estado Islámico (ISIS, en inglés). Especialmente graves han sido los atentados de Kabul con coches bomba, que demuestran la inefectividad del Gobierno para garantizar la seguridad ni siquiera en la capital.
Trump de momento ha hecho tres cosas. Ha lanzado sobre territorio afgano la llamada “madre de todas las bombas”, el mayor explosivo no nuclear jamás detonado, de efectos más propagandísticos que reales; ha aceptado el principio de un incremento de las tropas propuesto por el mando militar; y ha abandonado la acción política y diplomática a favor de la acción meramente militar, que ha dejado en manos de sus asesores y consejeros.
Bajo el mando de la OTAN se llegaron a desplegar hasta 130.000 soldados de 51 países, que empezaron a retirarse de la misión de combate en 2011 hasta convertirla a partir de 2014 en asesoramiento, asistencia y entrenamiento de las fuerzas militares afganas, a cargo actualmente de un contingente de 13.500 soldados, de los que casi 8.000 son estadounidenses.
Ninguna otra contienda contemporánea ha costado tanto dinero y tantas vidas a los países europeos de la OTAN como esta guerra errática y sin fin, iniciada con plena cobertura legal de Naciones Unidas y de la Alianza Atlántica y difuminada actualmente en una geografía de inestabilidad, guerras tribales y terrorismo. La participación de España en Afganistán, donde tiene todavía 20 militares en el cuartel de la OTAN en Kabul, ha significado el despliegue máximo de 1.500 efectivos, con un gasto de 3.500 millones de euros y la pérdida de la vida de 99 militares y dos intérpretes. El incremento en 5.000 hombres que va a proponer Trump significa pedir la contribución de unos 2.000 a la OTAN, incluyendo lógicamente a España.
Esta es una de las guerras más caras de la historia, que consume dinero y vidas humanas con una regularidad tenebrosa, sin que se sepa exactamente quién es el enemigo y cuál es el objetivo que hay que conseguir. Primero fueron los talibanes, luego Al Qaeda y ahora al parecer el Estado Islámico, que amenaza con un peligro novedoso como sería la reproducción de una guerra a la siria en territorio afgano. También es novedad el progresivo interés ruso y chino por mover fichas en un tablero donde hasta ahora jugaban solos europeos y estadounidenses. Aaron O’Connell, politólogo que asesoró al general Petraeus en Irak, sostiene la teoría de que en Afganistán se libran al menos cinco guerras distintas, algunas desde mucho antes de 2001, cuando empezó la actual.
Hay una primera guerra secular de los pastunes, la etnia mayoritaria, contra las otras etnias. Hay otra tribal interpastún, entre los durrani y los ghilzai, que tuvo su extraña expresión en la derrota del emir Omar, un talibán ghilzai, y la entronización por los estadounidenses del todopoderoso presidente durrani Hamid Karzai. Hay una tercera entre religiosos reaccionarios y cosmopolitas progresistas, de la que salieron perdedores estos últimos con la derrota soviética en 1989. Una cuarta, menos visible, es el resultado de la proyección de la guerra fría entre Pakistán e India sobre suelo afgano, donde Karachi busca profundidad estratégica y recluta partidarios para la causa de la Cachemira disputada con Nueva Delhi. Finalmente hay una guerra intrapaquistaní, entre el régimen de Karachi y los talibanes paquistaníes, aliados de los afganos, que también se proyecta sobre el país vecino.
Las anteriores presidencias intentaron buscar soluciones integrales, con la clara consciencia de que no había solución exclusivamente militar sino que era necesario ayudar a los afganos a la construcción de un país estable. Trump sabe lo que quiere evitar, pensando sobre todo en su imagen, pero no tiene idea alguna respecto a cómo ganar esta guerra o al menos salirse de ella en un plazo razonable. Le acompaña el magro consuelo de que tampoco lo sabían sus antecesores. El politólogo Stephen Walt ha señalado que “EE UU está luchando en Afganistán desde hace tanto tiempo que ya es fácil olvidar por qué estamos allí”. “De hecho —ha añadido en un artículo en la revista Foreign Policy—, no estoy seguro de saberlo ni yo mismo”. Lo mismo sucede con el objetivo: si es vencer a los talibanes, destruir a Al Qaeda o conseguir que el país cambie, de forma que las mujeres afganas dejen de esconderse tras los burkas y las niñas acudan de nuevo a la escuela.
Si antaño sirvió el argumento de que los países occidentales defendían allí su propia seguridad, la extensión de las guerras civiles y los estados fallidos en la geografía más próxima a Europa obliga al menos a una evaluación de los esfuerzos de la OTAN en el combate contra el terrorismo y sobre todo de su distribución entre las distintas regiones en crisis.
La única justificación de la actual presencia internacional en Afganistán e incluso del incremento de tropas es el principio vigente en las tiendas de vajilla, en las que el cliente que rompe un plato lo paga. Difícilmente se puede defender una retirada total de Afganistán y mucho menos lavarse las manos de sus guerras civiles cruzadas, después de invadir el país y fracasar durante 16 años en su estabilización. Otra cosa es que los países europeos de la OTAN quieran seguir practicando una solidaridad ciega con EE UU, en el momento en que su presidente tiene una dificultad innata para comprender los principios fundacionales de la Alianza Atlántica.
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