Acabo de leer Miedo, el demoledor libro de Bob Woodward sobre Donald Trump, un trabajo de investigación que recoge cientos de testimonios sobre la manera de actuar del presidente de Estados Unidos. El retrato de Woodward coincide con el de su colega Michael Wolff en Fuego y furia, publicado en enero.
Trump aparece como un adicto a las redes sociales y la televisión, a las que dedica seis horas al día, que es incapaz de leer un informe que exceda de un folio y que improvisa todas sus decisiones. Maltrata a sus colaboradores y les desautoriza en público, lo que ha provocado un éxodo: su jefe de Gabinete, el fiscal general, su principal asesor de imagen y otros se han ido o los ha echado.
Hay infinitas anécdotas sobre su arbitrariedad y su incompetencia, pero sólo voy a referir una: un miembro de su equipo le quitó de su mesa un documento para romper el acuerdo comercial con Corea del Sur, pero ni se dio cuenta porque el presidente olvida a las pocas horas las órdenes que ha dado.
La pregunta que surge al leer este libro es cómo es posible que un hombre tan ignorante e incapaz de entender la complejidad de las relaciones internacionales ocupe hoy el Despacho Oval en la Casa Blanca. Algo tuvo que hacer mal Obama para que sus conciudadanos optaran por este memo que no entiende el alcance de sus decisiones.
Se han escrito ríos de tinta sobre Donald Trump, pero sigue siendo incomprensible por qué más de 62 millones de ciudadanos votaron por él. Ciertamente Hillary Clinton era muy mala candidata, pero ello no explica la victoria de este oportunista sin escrúpulos.
Quizás el mejor análisis de lo sucedido es del filósofo Richard Rorty, un visionario que escribió un libro en 1998, titulado Achieving Our Country, en el que predecía que la deslocalización de la industria, la pérdida de poder adquisitivo de los blue collars y el distanciamiento de la clase política de los ciudadanos traerían consigo la llegada a la presidencia de «un hombre fuerte». La profecía tardó casi 20 años en cumplirse.
Rorty analizó también el cambio que se había producido en Estados Unidos al final del siglo XX, con la aparición de ideologías identitarias que habían logrado dominar la agenda política. Esto resultó esencial porque los votantes eligieron a Trump con el corazón y los sentimientos y no con la razón. Se identificaban con su discurso y querían castigar al sistema.
La victoria de Trump y la emergencia del populismo en Estados Unidos no nos debe resultar extraña porque es lo que está sucediendo en Europa desde que estalló la crisis. No hay más que mirar a Hungría, Polonia o Italia para constatar como el electorado se inclina a apoyar discursos radicales y simplistas que le dicen lo que quiere escuchar.
Trump no es más que la expresión del profundo descrédito que está carcomiendo las estructuras políticas y que nuestros dirigentes, embarcados en un insensato cruce de reproches, no han acabado de comprender.
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