En la semana se han conmemorado en Europa los 75 años de la Operación Neptuno, el gigantesco desembarco que estadounidenses y británicos llevaron adelante en las playas francesas de Normandía y que aceleró el final de la Segunda Guerra Mundial.
La conmemoración contemplaba la visita previa del presidente Donald Trump a Gran Bretaña, visita que, a la usanza del inquilino de la Casa Blanca, no estuvo exenta de polémicas.
Pero si algo generó discusiones que hasta el protocolo de la Casa Real británica debió salir a aclarar, fue el hecho que Trump, luego del discurso protocolar en el banquete que Isabel II ofreció en su honor en el Palacio de Buckingham, puso su mano en la espalda de la anciana reina en lugar de ofrecer una reverencia de cuello o estrecharle la mano. Si bien el gesto parecía algo afectivo y marcado por la necesidad de transmitir cercanía, visto fríamente constituyó una verdadera metáfora de la realidad de ambos países y del tipo de vínculo que los une, ya que la caricia protectora de Trump se terminó convirtiendo en un gesto político que representa que EEUU, desde la Primera Guerra Mundial, se ha constituido en la única garantía de la sobrevivencia de la singularidad británica.
Y es que la otrora reina de los mares se ha convertido en una potencia de segundo orden. Ya ni siquiera tiene un portaaviones en servicio desde que en diciembre de 2010 se diera de baja al HMS Ark Royal, un gemelo del tristemente recordado Invincible que participó del conflicto del Atlántico Sur, y tendrá que esperar hasta el 2020 para que entre efectivamente en servicio el flamante HMS Queen Elizabeth que será equipado con los modernos cazas estadounidenses F-35B.
Si bien recientemente el ministro de Defensa británico Gavin Williamson afirmó que “el Reino Unido es una potencia con un interés verdaderamente global” y que “debemos estar preparados para competir por nuestros intereses muy lejos de casa”, para grandes estrategas internacionales Gran Bretaña ya jugó su papel en la Historia.
Por ejemplo Zbigniew Brzezinski, en su ya legendaria obra “El Gran Tablero Mundial”, definió proféticamente a Gran Bretaña como “un jugador geoestratégico jubilado que descansa en sus espléndidos laureles y que está bastante poco comprometido con la gran aventura europea de la que Francia y Alemania son los principales actores”, entendiendo por jugador geoestratégico a aquellos que poseen voluntad nacional para ejercer poder más allá de sus fronteras. Seguramente será distinta la autopercepción que tienen los británicos, que se creen poseedores de un temperamento calmado aun en situaciones extremas: la famosa “flema británica”, capaz de otorgarles un momento de introspección asociado al uso de la pipa, lo que les daría esa instancia de reflexión necesaria antes de adoptar grandes decisiones. El sociólogo Elías Canetti, premio Nobel de Literatura, en su afán por identificar los símbolos de la masa de los países, relacionaba el tan mentado individualismo inglés con el océano, sosteniendo que “el inglés se ve como un capitán con un pequeño grupo de hombres sobre un navío” en el que “está casi solo como capitán, incluso en gran parte aislado de la tripulación”. Esa mirada es la que probablemente haya impulsado su conducta como árbitro de la política continental europea.
Sin duda los británicos constituyeron una potencia marítima, comercial y financiera que dominó el mundo durante el siglo XIX y convirtieron su época victoriana en sinónimo de la máxima expresión de grandeza que puede alcanzar un imperio. No obstante, que Trump no haya respetado la etiqueta del protocolo no sólo implicó desconocer la singularidad que creen tener los británicos, sino que simbolizó, con su acto de tocar a la reina, la etapa crepuscular en la que se encuentran.
La conmemoración del desembarco de Normandía también recuerda que la Segunda Guerra Mundial arrojó como resultado el final de la transición por la que Gran Bretaña dejaba de ser la gran potencia mundial para ser sucedida en el papel por los Estados Unidos. Pero este proceso aun permitió que la diplomacia británica retuviera por algún tiempo más su rol de garante del equilibrio europeo. De hecho, en la Unión Europea era Gran Bretaña el fiel de la balanza entre la arquitectura económica construida por Alemania y los recelos y la proyección internacional francesa. Pero, Brexit mediante, parece ya lejano este papel jugado por los británicos. Hoy Trump, en su afán por debilitar a la Unión Europea, defiende el Brexit ante la insistencia de los proeuropeos por revertir el proceso. Para el estadounidense simplemente se debe respetar la decisión del pueblo británico que ya se expidió en 2016.
A cambio de una salida inmediata y sin acuerdo con Bruselas, es decir a cambio de realizar un Brexit duro, Trump ofrece a los británicos un acuerdo comercial amplio que terminaría por alejar a Londres de Europa y le quitaría ese rol histórico de ser garante del equilibrio europeo. Literalmente convertiría a Gran Bretaña en un apéndice o en un portaaviones natural de Estados Unidos en el viejo continente. Es en este contexto, siempre en el marco de la defensa de los intereses estadounidenses, en que hay que entender la controversia que Trump tuvo vía Twitter con Sadiq Khan, el alcalde musulmán de Londres y defensor de una nueva votación que acabe con el Brexit. Le espetó que era un perdedor que debía atender los graves problemas de criminalidad que posee Londres, que además de ser capital británica es también la capital del anti Brexit. El apoyo de Trump al Brexit duro no se detuvo ahí. Sugirió además que las negociaciones con la Unión Europea debían ser encabezadas por Nigel Farage, el euroescéptico que lidera el Partido del Brexit, y pidió por Boris Johnson como futuro primer ministro. Un Johnson que fracturó al oficialismo en el parlamento británico debilitando decisivamente a Theresa May y saboteando sus intentos por un Brexit lento y con una frontera blanda entre las dos Irlanda.
La fracasada salida de la Unión Europea mediante un Brexit blando, como quería May, acabó con su gobierno y reveló la profunda división, las miserias y el egoísmo presentes en el parlamento británico, al punto que los desencuentros vividos permiten recordar aquella sentenciosa frase de Montesquieu que sostenía que “todas las cosas humanas tienen su fin, y algún día Inglaterra perderá su libertad y perecerá. Perecerá cuando su Poder Legislativo llegue a corromperse más que su Poder Ejecutivo”.
Si bien el Brexit es un acto reflejo para defender el singularismo británico ante el multiculturalismo y la inmigración masiva que resultaban de las exigencias de la Unión Europea, es al mismo tiempo completamente funcional a los intereses de Estados Unidos que disfraza sus intenciones ofreciendo la necesaria protección económica que evite el aislacionismo de Londres. Aunque este paraguas protector no es suficiente para el caso de las cuestionadas posesiones británicas de ultramar, como las Malvinas, que tras el Brexit dejarán de ser territorio de la Unión Europea.
Visto así, a veces el ciclo de la Historia se asemeja al ciclo de la vida. Hoy, la antigua y orgullosa “madre patria” se ha convertido en una anciana necesitada de su hijo pródigo.
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