En Estados Unidos, como contagiadas por un nuevo virus, muchedumbres afiebradas se entregan con una pasión indómita (digna de peor causa) a la tarea de ajusticiar estatuas. Excusándose irresponsablemente tras la justificación de condenar el racismo, comenzaron derribando los monumentos de algunas personalidades sureñas que defendieron el derecho a poseer esclavos durante la Guerra de Secesión… pero han terminado dando de bruces contra el suelo al mismísimo George Washington, quien ciertamente tuvo esclavos, pero en una época cuando la mayoría de las sociedades del planeta lo consideraban “normal”.
El derribo de símbolos del oprobio es una constate en la historia. Cada vez que cae un dictador en la vida real, las estatuas y pinturas con las que estos tiranos narcisistas suelen “adornar” al país víctima de sus desmanes, lo imitan en un efecto dominó. Pero esa es una reacción lógica e inmediata de una ciudadanía contra la pata que tuvieron montada a costa de su dignidad, su libertad y la propia vida. Ahora, ¿cuál es la obsesión contra Cristóbal Colón? Es innegable que le tocó ser el ariete de un proceso histórico fatal para los habitantes de este continente, pero él pertenecía a una civilización distinta y mucho más cruel que la nuestra. Es soberanamente estúpido juzgar con la moralidad de hoy, definitivamente más humanitaria, a quien vivió bajo los preceptos de su sociedad hace medio siglo.
No se trata de sacralizar un pedazo de bronce. Ni siquiera de quejarse por la destrucción de propiedad pública -que ya es bastante y los instigadores deberían ser enjuiciados por eso-, se trata de volver a “arreglar” problemas estructurales con soluciones simbólicas. Aunque más violento y vandálico, en esencia este fenómeno es igual que la estupidez de enmendar el racismo llamando a los negros “afrodescendientes” y corregir el machismo diciendo “todos y todas”. La culpa no yace en las palabras, ni los problemas en una escultura.
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