La actual crisis reclama mejorar el marco de recaudación a las multinacionales
Vivimos tiempos excepcionales que exigen respuestas especiales. En el caso de las democracias, esto no significa que sea necesario revolucionar el sistema, pero sí buscar dentro de él nuevos equilibrios, profundos reajustes. Entre ellos, destaca la necesidad de una más fuerte acción del Estado —como proveedor de servicios públicos más esenciales que nunca y garante de un digno nivel de cohesión social— que inevitablemente debe ser sostenida por mayores recursos. En ese marco, el poderoso impulso político que está propiciando la Administración de Biden abre nuevos escenarios, especialmente en la búsqueda de un gran pacto fiscal global que asegure que las grandes compañías contribuyan de forma más justa a las arcas públicas.
La esperanzadora propuesta estadounidense tiene dos ejes. Por un lado, se yergue el objetivo que expuso esta semana la secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Janet Yellen, de establecer un tipo mínimo global para el impuesto de sociedades. Esto supondría un importante giro en el discurso fiscal predominante en las últimas décadas de competencia fiscal a la baja entre los países. El tipo medio de gravamen del impuesto de sociedades en las economías más avanzadas del mundo ha pasado del 32% en 2000 al 23% en 2018. Por el otro, Washington se abre a apoyar que las grandes multinacionales paguen una parte justa de impuestos allí donde generen los beneficios. Es este un asunto muy conflictivo que ha llevado a algunos países como España o Francia a aprobar un impuesto sobre servicios digitales, la conocida como tasa Google, para gravar más a las tecnológicas que pueden trasladar sus activos intangibles a países como Irlanda con una fiscalidad más favorable.
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La iniciativa estadounidense ha recibido un rápido apoyo entre los principales líderes europeos, una reacción acertada. La Comisión Europea también la ha celebrado y ha emplazado a EE UU a cerrar un acuerdo este mismo verano en el seno de la OCDE, donde los países más desarrollados llevan casi una década negociando un marco global tributario que se adapte al nuevo entorno de la economía digital y evite que las grandes multinacionales transfieran sus bases imponibles a jurisdicciones fiscales más laxas en busca de una menor tributación. Estas prácticas detraen de forma inmoral preciosos recursos a tantas arcas públicas. Precisamente Washington era hasta ahora uno de los miembros de la OCDE que más entorpecía el acuerdo. Esto ha cambiado.
La idea de que se necesitan más recursos para fortalecer un Estado de bienestar erosionado por las últimas crisis —y tan necesario ahora— se afianza tanto que incluso el Fondo Monetario Internacional, que en otros tiempos solía ser el guardián de la ortodoxia liberal, ha propuesto esta semana la creación de un impuesto temporal de solidaridad para que las rentas altas y las empresas que más se han beneficiado durante el periodo de la pandemia contribuyan a pagar la factura de la crisis. La tasa, defiende el Fondo, contribuiría a equilibrar las desigualdades sociales exacerbadas por la crisis sanitaria.
No caben ingenuidades. Pese al fundamental cambio en EE UU, quedan grandes dificultades por delante, por las posibles resistencias de algunos países y las maniobras de las propias empresas. Pero el objetivo es justo, y hay una gran oportunidad de alcanzarlo. Con Biden en la Casa Blanca y Mario Draghi presidiendo el G-20, hay un liderazgo predispuesto y preparado para empujar las negociaciones. El capitalismo ha sido y es un poderoso factor de desarrollo de las sociedades; la inversión exitosa merece compensación. Pero el capitalismo debe asumir que una actitud decente y evitar excesos es el seguro de su futuro; y los países que mantienen políticas fiscales dañinas para el interés general deben entender que una excesiva obstinación no será olvidada. Sólidos servicios públicos en las áreas imprescindibles y la cohesión social que estos generan son un factor de progreso. Deben ser adecuadamente financiados.
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