El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha elegido Europa como destino de la primera gran gira internacional de su mandato en lo que supone la plasmación del reencuentro entre los grandes bloques democráticos de ambos lados del Atlántico. En un tablero estratégico en el que potencias autoritarias ganan terreno vía gran crecimiento (China) o refinamiento de capacidades de desafío asimétricas (Rusia), es prioritario que el campo democrático cierre filas tras el desgarro representado por la etapa Trump. Múltiples serán los temas en agenda en la apretada serie de encuentros y cumbres que el líder estadounidense tiene previstos. Pero el de mayor calado es lograr que las democracias y sus valores puedan seguir proyectando influencia en el siglo XXI, muy especialmente frente a Pekín. La única posibilidad de conseguirlo es a través de la coordinación.
El momento es oportuno. La llegada de Biden ha supuesto un importante giro con respecto a la anterior Administración y abre nuevas perspectivas. El convulso mandato de Trump (2017-2021) se caracterizó sobre todo por una ruptura del multilateralismo y por la simpatía hacia muchos líderes autoritarios. Biden —que asistirá a la cumbre del G-7, visitará la OTAN y se reunirá con los líderes de la UE— tiene una visión muy diferente de las relaciones internacionales y ha asumido el concepto de “asesino” en referencia a Vladímir Putin. Tanto la Alianza como el proyecto de la UE no fueron comprendidos nunca por Trump, quien los consideraba en términos estrictamente contables, y aunque no se pueda hablar de una ruptura, es cierto que el distanciamiento de Washington respecto a Europa ha provocado una pérdida de tiempo precioso. Un periodo durante el cual algunas potencias autoritarias han ganado posiciones.
Es oportuno también porque Europa se halla en una fase de reconsideración de su relación con China. Dos desarrollos recientes lo constatan: el Parlamento Europeo ha bloqueado la ratificación del pacto de inversiones firmado con Pekín a finales de 2020 tras un intercambio de sanciones desencadenadas por la represión china de la minoría uigur; y en Italia, que hasta hace poco había sido muy receptiva a estrechar la cooperación con China, Mario Draghi ha firmado un decreto vetando que capital chino tomara el control de una empresa estratégica italiana de semiconductores, lo que simboliza un profundo viraje. Por otra parte, la conciencia de la peligrosidad de Rusia también es elevada y compartida.
Hay por tanto una dinámica de alineamiento estratégico, pero esto no significa sintonía perfecta. La UE califica oficialmente al gigante asiático como rival sistémico, su posición se endurece, pero quedan distintas sensibilidades dentro del bloque. En Europa, Alemania sigue empujando en una dirección que evite el riesgo de una escalada de confrontación y aproveche las posibilidades comerciales, apadrinando el acuerdo de inversiones con China o apostando por un nuevo gasoducto con Rusia.
La era Biden es más favorable para la sintonía atlántica, pero no significa que no persistan —o surjan nuevas— discrepancias en esta y otras áreas. Pero, en cualquier caso, tanto EE UU como la UE deberían interiorizar que el ascenso de China lleva el mundo a otra fase, con enormes consecuencias. Frente a ella, Europa hará bien en cultivar su autonomía, pero sin perder de vista en ningún momento la lógica del denominador común democrático.
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