Irak, 20 años después
Los problemas derivados del régimen de Saddam Hussein no se resolvieron con la guerra y la tensión social persiste en el país
Veinte años después del inicio de la segunda guerra del Golfo acuden a la memoria las maniobras a las que recurrieron Estados Unidos y sus aliados para justificar una guerra preventiva sin justificación posible que condenó a la ruina a la sociedad iraquí, no mejoró sustancialmente los estándares de seguridad en Oriente Próximo y dio alas a un yihadismo de nuevo cuño que alumbró el Estado Islámico. La foto del trío de las Azores -George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar- sirve aún hoy para resumir hasta qué punto una superpotencia es capaz de atraer comparsas e inventar pruebas -la existencia en Irak de armas de destrucción masiva- antes de dar la orden de ataque. Al mismo tiempo, el recuerdo de la respuesta de la calle, con manifestaciones masivas contra la guerra en todas partes, pone de actualidad la idea según la cual, en situaciones de riesgo extremo, la movilización ciudadana es el mayor y más contundente contrapeso ético.
Ninguno de los problemas derivados del régimen ominoso de Saddam Hussein se resolvió con la guerra, Estados Unidos cosechó un sonoro fracaso como constructor de naciones y el nuevo régimen contribuyó a que arraigara en Irak un sectarismo político-religioso, una fractura social incompatible con la estabilidad y el progreso. El sistema de partidos puesto en pie en 2004 alimenta desde entonces la tensión social, ha sido incapaz de garantizar la colaboración institucional entre sunís y chiís y mantiene abierto el dosier kurdo a pesar del federalismo que anima la Constitución de 2005.
Dos décadas después causan sonrojo la obsesión de los ‘neocon’ con Irak a partir de los atentados del 11S, el empeño en incluirlo en el Eje del Mal junto a Irán y Corea del Norte y la fabricación de pruebas para convencer al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas de que no quedaba más camino que optar por la guerra. Resulta asimismo desatinado el triunfalismo que desencadenó la llegada a Bagdad de la vanguardia del Ejército de Estados Unidos: el eslogan ‘Misión cumplida’ colgado en un portaviones para recibir al presidente Bush tenía poco que ver con la realidad. En los años siguientes se encadenaron los momentos de alto riesgo y finalmente, antes de la retirada casi completa del país, se constató que Estados Unidos no había escapado a la constante histórica que condena a las grandes potencias desde el final de la Segunda Guerra Mundial: no han logrado ganar una guerra, aunque hayan logrado victorias momentáneas sobre sus adversarios.
La progresiva retirada estadounidense de Oriente Próximo tiene que ver con la experiencia de Irak y con la incapacidad para controlar Afganistán. Si la expedición al golfo Pérsico formó parte de la estrategia de blindaje de la seguridad de Israel y de neutralización de un panarabismo redivivo, bastante más ruidoso que efectivo, la retirada del escenario ha dejado el camino expedito a China, convertida en potencia lista para ocupar el hueco -la reanudación de relaciones Irán-Arabia Saudí, China mediante, la última prueba- sin otra exigencia que tener garantizada la buena marcha de los negocios. Una fórmula a todas luces más efectiva para estabilizar la región y custodiar a Israel que el recurso a las armas de 2003, cuyos beneficios brillaron por su ausencia.
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