Yesterday marked 36 years since the constitutional president of Chile, Salvador Allende, was the victim of a violent military coup. It was the culmination of a destabilization campaign derived from a Washington-sponsored policy, which, through subversion, brought down the democratic institution of that country – replacing it with a barbarous, murderous regime – revealing the aversion of the White House to popular, progressive governments, however legitimate they might be.
Along with consolidation of the dictatorship resulting from that coup, Chile became the first laboratory for neo-liberal economic policies, which, ultimately, were echoed by the conservative revolution of Ronald Reagan and Margaret Thatcher. Essentially, these policies were imposed on the entire continent by international financial organizations, in what came to be known as the Washington Consensus, with results now acknowledged in economic and social development circles to be disastrous.
And then, one September 11, 8 years later, the world was shocked in the wake of a brutal terrorist attack against the Twin Towers and the Pentagon. In response, President George W. Bush first waged a bloody military incursion into Afghanistan, which led to the overthrow of the Taliban in the central Asian nation, but also killed thousands of innocent civilians and curtailed the liberties of his own citizens. Then, in March 2003, he began a criminal, unjustified war against Iraq, which to this day constitutes an enormous setback for Washington, on political, economic, diplomatic, military and moral grounds, and has left behind enormous human and material losses in the Arabic country.
This fact should be added to the casual coincidence in timing of these events: Both were flash points of change in the world order, ominous events that would affect the enjoyment of freedom and human rights - signifying, in short, grave setbacks to politics and civilization, with, unfortunately, threads that continue in the present.
Certainly, much has changed since the military siege on the Palace of the Moneda, and most Latin American nations can boast of having democratically-elected governments; moreover, most have decided to move away, to a greater or to lesser degree, from the undesirable economic mandates tested in Chile during the Pinochet dictatorship. Nevertheless, plots to destabilize regional oligarchies remain a latent risk, as can be seen today in Honduras, where, despite widespread condemnation by the international community, a militarily-imposed regime has been in place for two months - in large part, thanks to the tepid, ill-defined response of the government in Washington.
Moreover, despite the manifest failure of the warring crusade launched by Bush, almost eight years ago, and although global governments are presently forced to focus their attention on the economic front, the current United States president, Barack Obama, remains committed to preserving the military occupation of Afghanistan - in a move that threatens to become a trap for his own government. Perhaps this is a concession to the U.S. hawks and members of the military-industrial complex, an enormous de facto power, without whose approval, no one can assume the presidency of our neighboring nation. The unwillingness or inability of U.S. authorities to learn from past mistakes constitutes the undesirable risk that, in the future, the rancor, expressed in New York and Washington eight years ago, will find expression again.
In summary, September 11 is embedded in the calendar of world history as a date linked to tragedy, and its commemoration should force governments around the world - starting with the U.S. - to open space for reflection and correction of errors and inhumane inertia, both barbaric and undesirable.
11 de septiembre
Ayer se cumplieron 36 años de que el presidente constitucional de Chile, Salvador Allende, fue víctima de un violento golpe militar –colofón de una campaña de desestabilización política auspiciada desde Washington– que terminó por subvertir la institucionalidad democrática en ese país –sustituyéndola por un régimen bárbaro y asesino– y puso de manifiesto la aversión de la Casa Blanca a los gobiernos populares y progresistas, por más legítimos que fuesen.
A la par de la consolidación de la dictadura emanada de ese cuartelazo, Chile se convertiría en el primer laboratorio de las políticas económicas neoliberales que, a la postre, fueron retomadas por la "revolución conservadora" de Ronald Reagan y Margaret Thatcher e impuestas en prácticamente todo el continente por medio de los organismos financieros internacionales, en lo que dio en llamarse el Consenso de Washington, con los desastrosos resultados ya conocidos en los terrenos económico y social.
También un 11 de septiembre, 28 años después, el mundo se conmocionó a raíz de un brutal atentado terrorista cometido en contra de las Torres Gemelas y el Pentágono. En respuesta, el gobierno de George W. Bush emprendió primero una sangrienta incursión militar en Afganistán –que derivó en el derrocamiento del régimen talibán en la nación centroasiática, pero también en la muerte de miles de civiles inocentes–, recortó las libertades de sus propios ciudadanos e inició luego, en marzo de 2003, una guerra criminal e injustificable en contra de Irak, que al día de hoy ha significado para Washington un enorme descalabro en los terrenos político, económico, diplomático, militar y moral, y ha dejado tras de sí enormes pérdidas humanas y materiales en el país árabe.
A la coincidencia casual en las fechas de estos episodios debe añadirse el hecho de que ambos han planteado puntos de alteración en los órdenes mundiales respectivos, han sentado precedentes nefastos para la vigencia de las libertades y los derechos humanos y han significado, en suma, gravísimos retrocesos políticos y civilizatorios que, por desgracia, mantienen hilos de continuidad en el presente.
Ciertamente, mucho ha cambiado desde el día del asedio militar al Palacio de la Moneda, y la mayoría de los pueblos latinoamericanos pueden preciarse de contar con gobiernos democráticamente elegidos que, por añadidura, han decidido alejarse en mayor o menor medida de la indeseable preceptiva económica ensayada en Chile durante el gorilato pinochetista. Sin embargo, las conjuras desestabilizadoras de las oligarquías regionales continúan siendo un riesgo latente, como hoy por hoy puede apreciarse en Honduras, en donde, pese al repudio generalizado de la comunidad internacional, se mantiene desde hace más de dos meses un régimen impuesto manu militari, en buena medida gracias a la tibieza y la indefinición del gobierno de Washington.
Por otro lado, pese al manifiesto fracaso de la cruzada bélica emprendida por Bush hace casi ocho años, y aunque la presente coyuntura ha obligado a los gobiernos del orbe a centrar su atención en el ámbito económico, el actual presidente estadunidense, Barack Obama, se mantiene empeñado en preservar la ocupación militar en Afganistán –en un gesto que amenaza con convertirse en una trampa para su propio gobierno–, acaso como una concesión a los halcones estadunidenses y a los integrantes del complejo militar-industrial, el cual constituye un enorme poder de facto, sin cuyo beneplácito nadie puede arribar a la presidencia de la nación vecina. La falta de voluntad o capacidad de las autoridades estadunidenses para aprender de errores pasados encierra un riesgo indeseable: que en el futuro surjan expresiones de rencor como las que se manifestaron ayer hace ocho años en Nueva York y Washington.
En suma, el 11 de septiembre se ha incrustado, en el calendario de la historia mundial, como una fecha ligada a la tragedia, y su conmemoración debiera obligar a los gobiernos de todo el mundo –empezando por el de Estados Unidos– a abrir espacios para la reflexión y la corrección de errores e inercias inhumanas, bárbaras e indeseables.
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