The United States Debt: The Resurgence of Radicals

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Debo confesar que el asunto del acuerdo para superar el problema del techo de la deuda de Estados Unidos me deja un sabor agridulce. Matizo diciendo que es mucho más agrio que dulce.

Empiezo por lo dulce, que tiene poco de racional. Durante décadas, los ciudadanos de Estados Unidos han vivido por encima de sus medios. Y lo han hecho, en primer lugar, debido al papel estratégico del dólar en la ingeniería financiera mundial, que provoca que los demás países tengan enormes reservas en esa divisa (lo que equivale, en otros términos, a que el sistema mueve a todo el mundo a prestarle barato a Estados Unidos).

Esta situación —el señoriaje del dólar— resultó de los acuerdos de la inmediata postguerra, fue un premio al papel de Estados Unidos en la defensa de las democracias y también un mecanismo para la necesaria reconstrucción de las economías europeas, devastadas por el conflicto bélico.

Desde hace 40 años, de cuando el dólar dejó de tener una equivalencia fija en oro, la lógica del funcionamiento del sistema originó una asimetría perversa. Toda nación que incumpliera con el precepto básico de ajustar su gasto a sus ingresos, se veía envuelta en problemas en el manejo de su deuda y obligada a hacer ajustes para recuperar el crédito. Toda nación, menos una: Estados Unidos, a quien le bastaba emitir más deuda, que el resto financiaba de manera automática (o casi).

Ahora eso ha terminado. Estados Unidos se ve obligado a hacer severos ajustes fiscales. Finalmente, el niño rico y malcriado es forzado a hacer su tarea. Esto debería ser el preludio de un orden financiero mundial más equitativo. Fin del dulce, que viene lo amargo.

Normalmente, todo ajuste —y más, si es negociado entre representantes de partidos distintos— conlleva una combinación de aumento de impuestos y tarifas (más ingresos) y reducción del gasto (menos egresos). En el caso de Estados Unidos, se tratará prácticamente sólo de esto último.

El efecto previsible será una depresión económica prolongada, porque se utiliza el mismo esquema iatrogénico (enfermedades causadas por el doctor) que se usó en otros países a finales del siglo pasado, y que produjo mayor desigualdad social, problemas estructurales de crecimiento y debilidad institucional para hacer frente a los shocks económicos.

No hay espacio, en este acuerdo, para una recuperación de mediano plazo. Y, como dice Krugman, es absurdo dejar que “el hada de la confianza” (de inversionistas y consumidores) lo solucione todo. Así no funciona la economía real.

Una economía estadunidense que crece poco y mal es una pésima noticia para México, cuyo dinamismo económico está cada vez más supeditado al comportamiento de la demanda externa, y sobre todo la de EU.

Peor noticia es, si tomamos en cuenta que el actual gobierno hace muy poco para estimular la demanda interna. Lo dice hasta la Coparmex, preocupada por la desaceleración.

Los efectos políticos tampoco son menores.

En los últimos días, la opción que tenía a la vista Estados Unidos era muy negativa para la democracia, desde el punto de vista que se le vea: o la trabazón del Congreso llevaba a la quiebra técnica, o habría un aumento unilateral del techo de la deuda, a través de un decreto presidencial. El desencuentro entre Obama y el Congreso había llevado a esos extremos.

En otras palabras, la crisis no era sólo de la deuda, sino también del funcionamiento de una democracia dentro de un gobierno dividido (el Ejecutivo, por un lado; el Legislativo, por el otro).

Tal vez la crisis de la deuda haya sido aparentemente resuelta (volverá, pero con otra clave). La que no se resolvió fue la crisis de la democracia. Por una razón: Obama capituló ante los republicanos, y los moderados de este partido capitularon ante los extremistas. Ni siquiera fue un triunfo del Legislativo como tal. Fue el triunfo de una minoría capaz de imponer condiciones.

Y éste es el quid del asunto. El partido republicano demostró su voluntad para empujar a la nación más poderosa del mundo al borde del colapso financiero, y jalarla de ahí sólo si se complacían los deseos de sus miembros más extremistas.

No hubo mayores ingresos por impuestos, de forma que los más ricos pagaran una parte del ajuste y se evitara afectar el gasto social básico. Los demócratas se doblaron con tal de evitar la quiebra.

La extorsión funcionó y, es más, no tuvo costos políticos mayores para quienes la llevaron a cabo. A quien se le cayeron los seguidores en Twitter fue a Obama. La democracia funcionó a favor de quien se comportó más despiadado políticamente (quién sabe por qué, pero me acordé de Lenin, quien aceptaba que los Bolcheviques eran una minoría, pero lo que los diferenciaba de otros partidos en la Duma era su despiadada voluntad de poder).

Estos efectos políticos que vemos en Estados Unidos —la victoria de la intransigencia por encima del interés de la colectividad— no son exclusivos de ese país. Los estamos viendo, repetidos con perturbadora asiduidad, en varias otras naciones. Hay un problema en la toma de decisiones, donde cada vez hay menos espacio para la mediación.

Este problema —me temo— está ligado a la percepción creciente de que una actitud radical no tiene costos políticos, y sí ganancias. Una actitud que medra en el enojo y la desesperación ciudadanas; en otras palabras, medra en las dificultades de las democracias para ser socialmente eficaces.

Tal vez nos acercamos a un resurgimiento del radicalismo de todos los colores. Y es el principio y apenas estamos viendo la punta del iceberg.

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