Pensando en el presente- en apoyo a un Obama que está siendo atacado por su supuesta debilidad como comandante en jefe- y en el futuro- como posible candidata presidencial dentro de cuatro año- Hillary Clinton ha asumido toda la responsabilidad en la gestión del ataque que costó la vida al embajador J. Christopher Stevens, y otros tres estadounidenses, en Bengasi el pasado 11 de septiembre. Se trata de un asunto que muestra bien a las claras el descontrol en el que Libia sigue sumida un año después de la muerte de Muamar el Gadafi.
Hoy por hoy las autoridades libias no han logrado hacerse con el monopolio del uso de la fuerza, retadas por innumerables milicias que pugnan por hacerse con un trozo variable de la tarta del poder que todavía queda por repartir. Aunque- con la celebración de las elecciones que dieron nacimiento al Consejo General Nacional el pasado mes de junio y designaron a sus 200 representantes- se ha cerrado formalmente la etapa gestionada en primera instancia por el Consejo Nacional Transitorio, todavía estamos a la espera de la conformación de un gabinete ministerial digno de tal nombre.
De momento ya ha desistido de lograrlo Mustafa Abushagur, el primero de los candidatos al puesto de primer ministro, incapaz de que su lista de 24 ministros recibiera el apoyo necesario (tarea imposible a partir de la decisión de la mayoritaria Alianza de Fuerzas Nacionales, liderada por el ex primer ministro Mahmud Jibril, de no colaborar con quien percibían como demasiado próximo a los Hermanos Musulmanes). Tampoco lo ha logrado Mohamed al Hariri, candidato preferido del partido Justicia y Construcción, afín a los Hermanos Musulmanes, y queda por ver si ahora Ali Zidan- abogado experto en derechos humanos y ex miembro del disidente Frente Nacional para la Salvación de Libia- tendrá mejor suerte.
En paralelo a esta agenda política, se sigue debatiendo sobre la identidad de los responsables del ataque de Bengasi, en una lista infinita que va desde miembros de Ansar al Sharia- la opción más probable- hasta asociados locales de Al Qaeda para el Magreb Islámico o incluso de Al Qaeda para la Península Arábiga, sin olvidar a los leales a Gadafi. Mientras se despeja esta incógnita, parece claro que tanto las autoridades libias- que han detenido ya a algunos sospechosos y han estimulado a la población para que muestre sus simpatías a Washington- como las estadounidenses- que han preferido rebajar el tono de la respuesta para no generar una sobrerreacción negativa contra sus intereses en el país y no aumentar la presión sobre unos gobernantes locales que necesitan asentarse- parecen interesados en pasar página de inmediato.
Pero nada de eso apunta a una mejora sustancial de la situación libia. Es cierto que no puede decirse aún que el proceso haya descarrilado definitivamente y que, incluso, el país vuelve a bombear petróleo a niveles similares a los de hace dos años y son miles los hombres armados que han decidido integrarse en las fuerzas armadas y policiales del nuevo régimen. Pero también lo es que la seguridad es hoy la principal asignatura pendiente de la agenda nacional. En las condiciones actuales se hace muy difícil imaginar cómo se puede producir la reconciliación nacional- con fracturas como las que existen entre Trípoli y Bengasi, a la que se suman otras de perfil tribal y las creadas a partir de los diferentes alineamientos durante la crisis que ha desembocado en la caída de Gadafi.
Tampoco son estas las mejores condiciones para superar los enormes obstáculos que impiden de momento la configuración de un nuevo gobierno aceptado por todos los actores en liza y la elaboración de una nueva Constitución. En definitiva, y mientras la violencia y el peso del islam político siguen tan presentes en la vida nacional, resultaría una osadía sostener que Libia tiene ya despejado su futuro.
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