El miércoles, The Guardian reveló una orden judicial secreta según la cual el gobierno de Barack Obama obliga a empresas de telefonía a entregar las conversaciones de millones de personas dentro y fuera de Estados Unidos. Las redes sociales también estarían liberando información a la Agencia de Seguridad Nacional. El programa operativo, PRISM, permite la extracción de audio, video, fotos y correos electrónicos.
Que haya espionaje no es novedoso, lo sorprendente es su cada vez más descarada legalización, pues cuenta con el aval del Tribunal de Vigilancia de Inteligencia Extranjera y del presidente de ese país. Después de la Guerra Fría, el Gobierno de EE. UU. ha venido justificando sus acciones para mantener bajo control al mundo. La noticia sobre los atentados contra las Torres provocó un nuevo miedo, incurable y —qué casualidad— solo aliviado con el asesinato de quienes ellos consideren terroristas. Nunca el ser humano había estado más vulnerable. Estaciones de trenes, oficinas de correos supuestamente amenazadas por tráfico de ántrax y otros espacios fueron paralizados. En los aeropuertos, desde hace ya 12 años somos sometidos a la humillante tarea de descalzarnos frente a guardias migratorios.
La promesa en el 2001 de que Bin Laden sería encontrado así se ocultara bajo las piedras incluía el espionaje en cualquier país. Debido a lo triste de las escenas del 9/11, EE. UU. recibió la solidaridad mundial, pero las que fueron muestras de condolencia las convirtió, en cosa de una semana, en la obligación extranjera de apoyar sus incursiones. Al mismo tiempo, su industria publicitaria diseñó nuevos héroes. Envejecidos Tarzán, Súper Ratón y Clark Kent-Supermán, metió a batear a la gente más ruda de Hollywood: mujeres flacas armadas hasta las tangas y osos depilados que han salido a rescatar esa lamentable admiración de las nuevas generaciones latinoamericanas por los antiterroristas.
Si se nos hizo creer que estábamos en peligro permanente, que Bin Laden podría atacar otra vez o que cabía la resurrección de Sadam Hussein, quedaba otro gallo por asfixiar, acaso más peligroso, el de las redes sociales. Las filtraciones que hizo Julian Assange con su fundación Wikileaks fueron el pretexto para intervenir el ciberespacio. EE. UU. hizo de su policía cibernética una banda de secuestradores virtuales que opera con toda impunidad en cualquier lugar del mundo, menos en Cuba y otros países que ahora mismo vendrán a su mente, le guste o no, pues mantienen una dignidad inquebrantable.
No deberían sorprendernos las revelaciones de The Guardian. En Guatemala, la más reciente exhibición de abuso la ofrecieron cuando se llevaron al expresidente Portillo, lo cual no fue solo un daño a sus derechos sino una humillación nacional.
No es la mía una opinión con trazas antimperialistas, como se podría pensar, pues me parece que el imperialismo yanqui ya no existe, es su cadáver lo que aún da coletazos y asusta a estos gobiernos timoratos. Es un fantasma liderado por un tipo desconcertante. De él, dijo Jonathan Turley, columnista de The Guardian: “Obama erosiona masivamente las libertades civiles de Estados Unidos”. Y las del mundo.
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