Pocas veces, en la historia reciente de las elecciones presidenciales de Estados Unidos, un candidato ha dominado las encuestas como ahora lo hace Hillary Clinton. ¿Hay margen para la sorpresa? La exsecretaria de Estado, exsenadora y ex primera dama celebra este sábado, en Nueva York, su primer gran mitin de campaña. Es la favorita absoluta para ser la candidata del Partido Demócrata a las elecciones presidenciales de noviembre de 2016. Nadie le hace sombra en el proceso de caucus (asambleas electivas) y elecciones primarias que servirá para elegir al candidato demócrata a la Casa Blanca.
Clinton saca casi cincuenta puntos porcentuales a sus competidores. Según la última media de la publicación Real Clear Politics, Hillary Clinton obtiene el 59% de apoyos entre los demócratas. El senador por Vermont Bernie Sanders, que se define como socialista, el 11,5%. El exgobernador de Maryland, Martin O’Malley, el 2,3%. Y exgobernador y exsenador por Rhode Island Lincoln Chafee, el 0,8%. Estos son por ahora los candidatos del Partido Demócrata. Es un grupo reducido en contraste con el Partido Republicano, que ya tiene una decena de candidatos y ningún favorito.
Visto así, parecería que el Clinton y sus rivales demócratas podrían ahorrarse los meses de campaña agotadores, los viajes en camionetas y noches en moteles, la movilización de miles de voluntarios en los estados y los millones que cuesta financiar el espectáculo, y directamente darse cita en Filadelfia, la última semana de julio de 2016. En esta ciudad se celebrará la Convención Nacional Demócrata, donde formalmente se elegirá al demócrata que se batirá contra el candidato republicano en las elecciones presidenciales.
Ocurre que nada está decidido hasta que todo esté decidido (y, en todo caso, la nominada o nominado demócrata que derrotar al candidato republicano, y esto parece más difícil). Nadie lo sabe mejor que la propia Hillary Clinton. ¿Qué podría ocurrir que hiciera descarrilar la candidatura?
1. La salud
2.
Hillary Clinton tiene 67 años. Si ganase la nominación y después las presidenciales, tendría 69 en el momento de jurar el cargo de presidente. Si gobernase dos mandatos de cuatro años —lo máximo permitido por la Constitución de Estados Unidos— abandonaría la Casa Blanca con 77 años.
Llegar a la Casa Blanca con 69 años no es habitual. El único presidente que ha empezado su mandato a esta edad fue Ronald Reagan, en 1981. No ha habido otro presidente mayor. ¿Una desventaja a la hora de hacer campaña?
El republicano Reagan usó la edad en beneficio propio durante un debate con el candidato demócrata Walter Mondale en la campaña electoral de 1984. El moderador le preguntó a Reagan si, dada su edad, 73 años entonces, creía que en caso de una crisis grave podría “funcionar” plenamente.
Sin duda, respondió Reagan. Y añadió una réplica que ha pasado a los anales de los debates presidenciales. “Y quiero que sepa que no convertiré la edad en un tema de esta campaña. No usaré con propósitos políticos la juventud y la inexperiencia de mi oponente”. Mondale tenía 56 años.
Este gráfico de The Washington Post ofrece una buena perspectiva:
Que Hillary Clinton tenga 67 años puede ser una anomalía, pero no tiene por qué repercutir en su salud. La web de la Seguridad Social en Estados Unidos permite calcular la esperanza introduciendo sexo y el día y año de nacimiento.
Aquí la calculadora.
A Hillary Clinton, que nació el 26 de octubre de 1947, le quedarían 19,4 años de vida. Según este cálculo, morirá a los 87 años. Es decir, diez después de abandonar la Casa Blanca, siempre que cumpla dos mandatos (la calculadora dice que la esperanza de vida habrá aumentado un poco más de medio año cuando Clinton haya cumplido los setenta).
La salud de Clinton entró en juego en campaña después de que en diciembre de 2012 se desmayase, cayese y sufriera una contusión en la cabeza. Los médicos le descubrieron después un coágulo en la cabeza.
Clinton no sufrió ningún daño neurológico, pero algunos adversarios intentaron usar el accidente para sembrar dudas sobre sus capacidades. Karl Rove, que fue consejero áulico del presidente George W. Bush, sugirió el año pasado, sin ofrecer ninguna prueba, que Clinton podía estar ocultando detalles sobre su estado de salud.
Desde entonces, la salud de Hillary Clinton no ha vuelto a aparecer en campaña.
3. Los escándalos.
4.
Otro peligro para la campaña de Hillary Clinton son los escándalos. Así, en abstracto, la palabra significa bien poco. Clinton no está implicada en ningún escándalo, ni mucho menos ilegalidad. Pero, desde que su marido, Bill, fue presidente de EE UU en los años noventa —y aun antes, cuando era gobernador de Arkansas—, el apellido se asocia a la opacidad, a la manipulación.
Cualquier gesto de los Clinton es sospechoso. Para sus rivales, para buena parte de los periodistas y para muchos demócratas (el primero, Obama: las dudas, expresadas de forma más o menos abierta, sobre la integridad de los Clinton erosionaron la candidatura de Hillary frente a Obama en las primarias demócratas de 2008).
Los republicanos ven dos flancos, como mínimo, por los que atacar a Clinton. Las palabras clave son Bengasi y Fundación. En los próximos meses se oirán mucho.
A. Bengasi.
En esta ciudad libia, el 11 de septiembre de 2012, un ataque contra instalaciones diplomáticas y de inteligencia de Estados Unidos costó la vida del embajador estadounidense en Libia, Chris Stevens. En un primer momento, la Administración Obama vinculó el ataque a una protesta contra un documental considerado antimusulmán. Después cambió la versión y apuntó a un grupo terrorista. En seguida los republicanos acusaron a Obama y Clinton, que entonces era su secretaria de Estado, de desproteger a sus diplomáticos y de encubrimiento y manipulación. Las investigaciones en el Congreso no han sacado nada en claro (aquí puede leerse, en inglés, una buena explicación del caso Bengasi).
B. La Fundación Clinton.
Al terminar su segundo y último mandato en la Casa Blanca, en 2001, Bill puso en marcha su fundación. La Fundación Clinton (ahora, Bill, Hillary and Chelsea Clinton Foundation) es un gigante mundial de la filantropía. El problema: la impresión de que los Clinton vendan favores a cambio de los donativos millonarios —algunos, de países extranjeros— a la fundación. O de que alguien crea que pueda comprarlos. Un libro publicado en mayo, Clinton cash, escrito por el conservador Peter Schweizer, arroja sospechas sobre la etapa de Hillary Clinton en el Departamento de Estado. El libro sugiere favores a cambio de donativos. Ninguno queda demostrado. La sombra se extiende también sobre la actual campaña. ¿No estarán los donantes comprando por anticipado su influencia en una presidencia Clinton? De esto tampoco hay pruebas.
El peligro, para Clinton, sería una revelación sensacional sobre Bengasi, la fundación u otro asunto, como la cuenta de correo electrónico privada que la candidata usó cuando era secretaria de Estado, o las remuneraciones por discursos de Hillary y Bill.
El problema, para sus rivales, es la falta de pruebas que demuestren ninguna ilegalidad ni irregularidad. Otro problema: después de casi 40 años en la vida pública, queda poco por descubrir sobre los Clinton. A pocas familias se las ha escrutado tanto. Esto hace difícil imaginar un nuevo escándalo de dimensiones tales que hunda la candidatura.
3. La confianza excesiva
Los griegos llamaban hybris a esa mezcla de arrogancia y confianza en uno mismo que llevaba a los humanos a creerse dioses. El peligro de Hillary Clinton es la hybris: creerse que lo tiene todo ganado.
En 2007 y 2008, llamaban a Clinton la “candidata inevitable”. Entonces, a estas alturas de la campaña, cuando faltaba más de medio año para el inicio de las primarias, el consenso era que Clinton sería la nominada. Sí, el joven senador Barack Obama atraía multitudes en sus mítines, pero era demasiado inexperto para batir a Clinton, la candidata más experimentada, la heredera natural de la Casa Blanca tras los años de Bush.
A los rivales de Clinton en el Partido Demócratas —y a muchos periodistas, aburridos ante la perspectiva de una coronación sin obstáculos— les gustaría pensar que en los próximos meses emergerá un nuevo Obama, alguien que dispute el trono a la candidata.
“También era inevitable entonces”, es un argumentos que más se escucha. Pero la distancia entre Clinton y sus rivales actuales es mucho mayor que la que separaba a Clinton y Obama.
En junio de 2007, Clinton sacaba 15 puntos porcentuales de ventaja a Obama. Ahora saca casi 50 puntos a su perseguidor más inmediato, Sanders.
Es probable que la distancia se recorte, que el dominio de Clinton se erosione y que en los próximos meses sufra algún contratiempo que durante unos días anime la campaña (léanse los puntos 1 y 2). Pero nadie imagina una súbita sandersmanía o o’malleymanía al estilo de la obamamanía de 2008, el fervor colectivo que impulsó al joven senador Obama a la victoria frente a la veterana Clinton.
Otra opción sería que irrumpiese otro candidato más potente. Dos nombres circulan. Uno es el de la senadora Elizabeth Warren, líder oficiosa del ala izquierda del Partido Demócrata. Pero Warren insiste en que no será candidata: prefiere influir a Clinton desde fuera que meterse en una batalla con pocas posibilidades de victoria. Una alternativa es el vicepresidente Joe Biden, golpeado por la muerte, el 30 de mayo, de su hijo Beau. Biden, una figura apreciada y con experiencia, fue candidato a la nominación dos veces, en 1988 y en 2008.
Johnson sucedió a Kennedy, Ford a Nixon y Bush padre a Reagan: que un vicepresidente aspire a relevar a su presidente es habitual. Y una batalla Clinton-Biden tendría un sabor particular. Dos pesos pesados del Partido Demócrata, omnipresentes desde hace décadas en la política de este país. Con una ventaja para Clinton: sería la candidata joven. Biden tiene 72 años.
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