Barack Obama, buoyed by his recent domestic and international triumphs, is now directing his gaze to an area close to his heart: the U.S. penal system. As unnecessarily repressive as it is inefficient and racially discriminatory, the United States supports the largest prison population in the world, with over 2.3 million people in prison. Nearly 50,000 suffer in prison for life.
This explosion in incarceration is not due to more serious crimes being committed over the past few decades. On the contrary, the number of violent crimes committed has fallen significantly compared to figures from 20 or 30 years ago. Its basic origins lie in a system that imposes compulsory, incredibly high penalties — which are absurdly disproportionate — on underage offenders, and which especially hit young, black transgressors hard.
Obama is proposing a series of measures such as humanizing the prison system, increasing support programs, and facilitating the reintegration of ex-prisoners. However, these reforms are more well-intentioned than practical. Making the U.S. penal system less cruel and more functional above all requires a change in mindset of the parties directly involved and of citizens themselves, in addition to reducing excessive sentences and allowing judges to tailor sentences and impose alternative punishments to imprisonment. In the last analysis, it is about instilling the idea in society that the damage caused by widespread incarceration far exceeds its benefits.
The reform is complicated and Obama's powers limited. Judges and district attorneys are normally elected positions in the U.S. and indulging with criminals is considered a political risk. But the objective of penal policy is not revenge. The steady reduction in crime should serve as an incentive to the White House and Congress, who have the final word, to work on reforming a dysfunctional and unjust system once and for all.
La crisis carcelaria de EE UU
Obama aborda la reforma de un sistema penal disfuncional e injusto
Un Barack Obama crecido por sus recientes triunfos internos e internacionales dirige ahora su mira a un ámbito que le resulta cercano: el del sistema penal estadounidense, tan innecesariamente represor como poco eficaz y racialmente discriminatorio. Estados Unidos soporta la mayor población carcelaria del mundo, más de 2,3 millones de personas. Casi 50.000 sufren prisión perpetua.
La causa de esta explosión carcelaria en las últimas décadas no es la progresiva gravedad de los delitos cometidos. Por el contrario, la criminalidad violenta ha caído significativamente respecto a sus cifras de hace 20 o 30 años. Su origen fundamental está en un sistema que impone obligatorias y elevadísimas penas, absurdamente desproporcionadas, a delincuentes menores. Y que se ceba especialmente en transgresores de raza negra y jóvenes.
Obama propone un catálogo de medidas (humanizar el sistema carcelario, incrementar los programas de ayuda, facilitar la reinserción de los ex reclusos) en su mayoría más bienintencionadas que prácticas. Hacer el sistema penal estadounidenses menos cruel y más funcional requiere ante todo un cambio de mentalidad de los poderes directamente implicados y de los propios ciudadanos, además de reducir las sentencias excesivas y otorgar a los jueces flexibilidad para adaptar penas e imponer castigos alternativos a la cárcel. Se trata, en última instancia, de inculcar socialmente la idea de que el daño causado por la masificación carcelaria excede con mucho sus beneficios.
La reforma es complicada y los poderes de Obama limitados. Jueces y fiscales suelen ser cargos electos en EE UU y la indulgencia con los criminales se considera un riesgo. Pero el objetivo de la política penal no es la venganza. La progresiva caída de la delincuencia debe servir de acicate a la Casa Blanca y al Congreso, que tiene la última palabra, para abordar de una vez la reforma de un sistema disfuncional e injusto.
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