Gabriel García Márquez escribió que todos tenemos tres vidas: la pública, la privada, y la secreta. In pectore, la democracia ha implicado, desde sus orígenes griegos hasta hoy, la secrecía individual.
La elección de cualquier opción ha sido hasta hoy una decisión individual, íntima.Pero la tecnología está cambiando la discreción democrática.
Los escándalos que tienen menguada la acción de Facebook por ejemplo, tienen que ver con el uso de información privada para operar la inducción del voto en un sentido o en otro en varias elecciones absolutamente relevantes como el voto por el Brexit y la de Donald Trump.
Un votante es apenas un detalle de un perfil completo: nuestras compras, nuestra residencia, adhesión a una organización social o política, nuestras preferencias deportivas, nuestra edad y gustos culinarios o la sexualidad son un conjunto que ayudan a definir quiénes somos, qué hacemos y cómo es probable que actuemos.
La gratuidad de Facebook en ese sentido, es ilusoria. Ni siquiera mi mujer ni mi mejor amigo me conocen tan bien como Facebook. Quizá ni yo mismo me conozca también como el algoritmo de inteligencia artificial que usa la información que generamos en Facebook y las redes sociales.
Si Facebook, Google, Amazon e Instagram me conocen mejor que yo mismo, sabrán dos cosas: por quién voy a votar en las elecciones, pero también saben qué podría hacer cambiar mi voto.
Al menos dos elecciones cruciales en la historia reciente, el Brexit y la de Trump, se caracterizaron de manera significativa no sólo por el uso de la información personal generada en Facebook y otras redes, sino por el sentido inverso: por la capacidad de dichas plataformas de generar de manera dirigida y personal, la información y propaganda necesaria para producir el cambio en el sentido del voto de una proporción no despreciable de la población.
Nuestro celular puede delatar en dónde estamos en cada momento. Nuestros uso de redes sociales revelan quiénes somos, qué queremos, y qué estamos dispuestos a hacer para obtenerlo. La tecnología puede detectarnos en una sociedad abrumadoramente urbana, en casi cualquier lugar en donde estemos gracias a la videovigilancia y a los sensores y rastreadores de nuestros equipos móviles.
García Márquez abandonó este mundo cuando ya no era posible esa trinidad de vida que él describió tan bien: la vida secreta y la privada pueden ser públicas en cualquier momento. Tanto las grandes corporaciones como el Estado pueden saber, no sólo dónde estamos y qué hacemos, sino nuestras preferencias, objetivos y anhelos.
Como consumidores esto tiene ventajas: las empresas pueden hacer productos y ofrecernos servicios apegados a nuestras preferencias y gustos, lo que reducen los costos de mercadotecnia y de distribución (como en el caso de Amazon). Contar con nuestra información personal detallada ayuda a las corporaciones a conocer nuestro perfil de riesgo, crediticio y nuestros patrones de consumo y hacen más eficiente la planeación de los negocios. Es microeconomía aplicada en el día a día.
Pero cómo podemos garantizar que esa inteligencia sobre nuestra vida individual vaya a ser usada de manera democrática, para el fomento de la libertad de expresión, de elección, y de asociación.¿Cómo podemos estar seguros que esta inteligencia sea usada para nuestro beneficio, y no, sobre todo, para potenciar las ganancias corporativas, y reforzar las tendencias a la vigilancia y el castigo propio de cualquier Estado?
La tecnología y la democracia no han sido hasta ahora temas que se discutan en una sola mesa.
La tecnología y su desarrollo eran propias del análisis económico y científico tanto en herramienta para el crecimiento de la productividad y el bienestar.
Ya no es el caso: la tecnología posibilita hoy conocer nuestras preferencias, de todo tipo, mejor incluso que nosotros mismos, y esa información está disponible para las corporaciones, y quizá los Estados.¿Cómo saber que la democracia no será una víctima de la inteligencia artificial?
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