La relación fue detallada y contundente. El canciller de Cuba, Bruno Rodríguez Parrilla, expuso en las Naciones Unidas, uno a uno, ejemplos de los derechos humanos que Estados Unidos les viola a sus propios ciudadanos. Con ello quedaban desenmascarados la hipocresía y el doble rasero con que Washington mira la paja en ojo ajeno y niega la inmensa y pesada viga en el suyo.
Permeada por altas dosis de cinismo, la representante de la administración de Donald Trump ante la ONU, Kelly Craft, no reconoció el reclamo de la comunidad internacional de que se levante el bloqueo a Cuba y fue capaz de decir que Estados Unidos no es responsable de lo que sucede en Cuba.
Drogada con la arrogancia proclamó: «Decidimos cuáles son los países con los que comerciamos, nos preocupa que la comunidad internacional siga cuestionando este derecho». Tras ello pasó a las mentiras de siempre para justificar la creciente hostilidad de Washington hacia el pueblo cubano.
Si no fuera que se lo cree y pretende que el mundo lo crea, movería a risa y, casi de seguro será objeto de memes en las redes sociales, su precisión: nuestra responsabilidad primera es defender a aquellos que no tienen voz. Lo dijo en nombre de un ejecutivo especialmente sordo a reclamos muy diversos del mundo, mucho más a cuanto se escuchó durante dos días en la mole de acero y cristal junto al East River de Manhattan: levante el bloqueo, es inmoral, inhumano, anacrónico, aberrante.
La Craft expresó la soberbia de un país y también su incapacidad por reducir a un pueblo que resiste de pie e incluso sueña y hace presente y futuro de desarrollo.
Si agredir, atacar, crear guerras y todos los males que ellas conllevan, cuando se quebranta el esencial y primigenio derecho a la vida en otros pueblos, al amparo de su doctrina de seguridad nacional y de la proclamada excepcionalidad de Estados Unidos, no les basta en el capítulo de las leyes internacionales, nada como sacarle el enorme basural que esconde bajo la alfombra de su «pulcritud» y «excelencia» como la primera y la nación «más mejor» del mundo.
Estados Unidos —ya se reconoce incluso por organizaciones internacionales—, protagoniza desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca un retroceso en materia de derechos humanos, expresados en un sinnúmero de regulaciones, órdenes presidenciales y leyes que socavan la vida y el bienestar de sus ciudadanos y de muchos otros. Cierra fronteras a miles de personas de casi una docena de países y, al mismo tiempo, sitia a otras naciones, y a no pocas sanciona. Con ello no hace más que aislarse, encerrarse e incomunicarse de aquellos a los cuales adversa, e incluso hasta de quienes son socios y amigos.
Al quebrantamiento de las reglas de la convivencia, lo que significa ultrajes al derecho internacional, pueden añadirse las listas interminables de los daños a su propio pueblo, las cuales pudiéramos reducirlas a la puesta en práctica de políticas contra la inmigración, la atención médica asequible, la educación, el ejercicio nada universal del voto, las disparidades raciales que perduran —incluso en la actuación de las fuerzas del orden—, el desconocimiento de los derechos de la población infantil, la pobreza y los sin techo, y el fortalecimiento de un Estado de vigilancia policial.
Qué decir del incremento de los crímenes de odio, de la violencia y la polarización en las calles, desplegadas por la imposición de un orden trumpiano desde mensajes de Twitter. O de los ataques a la célula primaria de cualquier sociedad, la familia, en el caso de los extranjeros que viven en su territorio.
Desbordan las cárceles estadounidenses, fundamentalmente de reclusos de las minorías étnicas, y también las cárceles privadas en que encierran a miles de migrantes, separados de sus familias y a los hijos de las madres y padres.
Y no es que el Canciller cubano haya dado cifras que para cualquier país del mundo serían escalofriantes y provocarían que el Departamento de Estado declarara «crisis humanitaria» abogando por intervenciones blandas o con el poder de las armas, los informes más recientes de una organización como Human Rights Watch —«gravemente preocupada»—, prácticamente exponen un país en emergencia.
Lo peor es que tiene suficientes riquezas para resolver todos sus problemas, pero la voluntad de distribuir un poco esa riqueza para darles a las personas condiciones de bienestar compartido, está en menos cero.
La señora Craft, por más que lo intente, no tiene una superaspiradora capaz de barrer tanta suciedad acumulada por y en la Casa Blanca.
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