Solo un presidente estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial hasta hoy no logró mantener por más de un periodo a una administración de un mismo partido (el demócrata James Carter). Una decena de líderes lo logró; y quedaron en una zona intermedia en esta tipología solo G.W.H. Bush, que no pudo ser reelecto pero conducía el tercer periodo republicano consecutivo (había sido vicepresidente en los dos mandatos anteriores), y antes L.B. Johnson que no intentó la reelección pero había completado previamente el mandado de Kennedy.
La mera posibilidad de que Donald J. Trump no tenga un segundo mandato es una rareza histórica. Aunque el mundo de hoy está lleno de ellas.
Las encuestas lo muestran detrás de su contrincante Joseph Biden, y ahora (por lo que él llama “el virus chino”) su salud pasó a ser cuestión de estado (como no lo ha sido la de ningún presidente desde el recordado R. W. Reagan hasta hoy).
La noticia del contagio de COVID-19 por el presidente creó volatilidad en los mercados: una mera incertidumbre es en sí un virus potente en tiempos incómodos (porque ya no se trata de la posibilidad de que no sea reelecto sino de la incerteza sobre cómo y quién seguiría con la posta ante eventuales emergencias).
El shock se agranda porque las políticas estadounidense y mundial han tenido en los recientes 4 años un enorme trumpcentrismo. Trump ha llevado adelante una intensa agenda económica de cambio: puso en acción las diferencias por los opacidades en la competencia de China, generó una revolucionaria baja de impuestos que reforzó la economía, a lo que completó con una gran reducción de regulaciones muy agilizadora, regeneró el acuerdo del NAFTA solidificando la alianza con México (incluyendo el asunto de las migraciones ilegales -sin muro-) y sinceró la pérdida de relevancia de las instituciones multilaterales del siglo XX. Y la economía le dio la razón.
Trump ha sido hasta hoy un (inédito) presidente sin guerras, un conservador innovador y un compendio de agenda del nuevo siglo envasada en un liderazgo de divisivos modos atrasados. Quizá él ha sido el mayor reflejo de una nueva tendencia global: cuando los instrumentos estatales convencionales del siglo XX están siendo superados por la nueva realidad del siglo XXI en todo el mundo, los países acuden a liderazgos descentrados y exacerbados para superar la falta de respuestas organizacionales (como si Max Weber volviera sobre sus pasos y nos enseñara que el liderazgo carismático ha vuelto para superar al burocrático porque las organizaciones que conocimos están esclerotizadas).
En plena carrera electoral debe admitirse que esto antes expuesto no se acomoda demasiado al articulado y -contradigamos al presidente- moderado señor Biden; pero quizá lo más arriba descripto no esté tan lejos de la enigmática Kamala Harris.
Pero ahora un triángulo se formó para hacerle frente a Trump. Por un lado su misma condición tormentosa lo puso en circunstancias políticamente inconvenientes (enemistad con las minorías, acciones al filo de la ley, conductas personales criticables como la reciente discusión sobre sus pagos de impuestos, desconfianza internacional, alteración de la presencia estadounidense en el mundo y hasta dudas por el alto déficit del presupuesto que legará). Por el otro, la crisis sanitaria global lo descolocó en su iniciativa y es criticado por sus políticas para enfrentarla. Y finalmente su propio contagio de COVID-19 lo mueve del rol de superlíder.
Opinar sobre el presidente obliga a ese difícil ejercicio de ponderar blancos y negros cuando no hay grises en el medio. Trump es todo junto. Alguna vez alguien me dijo que solemos tener los defectos de nuestras virtudes.
Ahora bien: si Trump no gobernara por un segundo mandato puede esperarse el mantenimiento del nuevo escenario internacional de diferencias estratégicas (las distancias con China son sustanciales, no subjetivas) pero es probable que ellas se sometan a un ritmo más diplomático; a la vez que puede preverse una agenda estadounidense menos opuesta a los compromisos contra el cambio climático; y suponerse un acercamiento de los EEUU con la Unión Europea (aunque también es imaginable la consolidación de una alianza mayor con el Reino Unido). Quizá también un regreso de EEUU a la mesa de acciones geoestrategias mundiales tenga lugar en ese caso.
Pero, a la vez, muchas de las materias impulsadas por el presidente han llegado para quedarse: la globalización mutó hacia un mundo de alianzas en bloques y no ya un horizontalismo universal inocente que no se concretó (y en ese marco el “competivismo” ocupando el lugar de la cooperación entre países o bloques no se detendrá fácilmente porque la revolución tecnológica exige una carrera de incentivos para la inversión y nuevos marcos regulativos e institucionales) y la agenda de fortalecimiento de grandes empresas globales como arietes de influencia transfronteriza no es previsible que se revierta.
Pues ahora la enfermedad del presidente le ha dado aún más condimento cinematográfico al proceso político mas intenso que existe en el mundo; la campaña electoral en los Estados Unidos.
Tendremos por delante un mes de super-acción. Que ocurrirá en el lugar en el que la política ha puesto de manifiesto aquella idea de Julio Sanguinetti: vivimos un nuevo mundo audiovisual en el que la imagen ha desplazado a la palabra y la seducción a la convicción.
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