There is unusual enthusiasm in how Americans approach their November elections; it contrasts with the traditional apathy of the average voter, much like how the pandemic has ridiculed their leader during the current crisis.
The United States became a world leader after the dissolution of the Soviet Union thanks to its military and economic power. Today, under Donald Trump’s leadership, not only does it share the throne with China, but the scientific advancement Trump has promoted has also been overshadowed. Several countries have a vaccine against COVID-19, while Trump and his motley crew are still churning out propaganda.
It also looks like Trump has confronted the fact that his able rival Joe Biden is leading by using the fact that Trump was a COVID-19 victim in order to appeal to voters, using faith, as is fitting for the United States’ biggest believer. His rapid recovery from a disease he didn’t believe existed and his general refusal to implement World Health Organization measures alongside advice from key specialists was not due to science or medicine, but rather, a blessing from God.
This approach, combined with threats and other explosive ingredients that have shaped this atypical election campaign, doesn’t seem as casual as it did when he accused Biden of being a socialist during the debate — which is nearly on the same level as being an atheist.
It’s also clear that this time, Trump has everything to lose. It doesn’t matter that Biden looks younger or is promising a fresh and restorative image. In 2016, the Electoral College chose Trump.
He lost the popular vote to Democrat Hillary Clinton by more than 3 million votes, but he won in the Electoral College where he got those 270 votes, just over half of the 538 delegates needed for a victory. Even without the outside criticism and a health crisis that has taken the lives of more than 219,000 people and infected more than 8,000, the predictions are somber for the incumbent.
The recent racial tension which kicked off a series of protests, have also affected Trump’s image — but not as much as his obvious mistakes in dealing with the pandemic, which has put America in the lead for most people infected or dead due to COVID-19.
His Democratic rivals have used these errors as their main weapon. The economic relief that was provided to the unemployed has worked to Trump's advantage, but as the polls say, it hasn’t been enough to change the voters' outlook. This is the moment when providence will be his saving grace.
El inusual entusiasmo de los estadounidenses con las elecciones del tres de noviembre próximo contrasta con la tradicional apatía del votante de ese país, así como con la pandemia que ha ridiculizado el poder de la nación para lidiar con la crisis.
Estados Unidos, que tras la disolución de la Unión Soviética se convirtió en una suerte de amo del mundo gracias a su poderío militar y económico, hoy, bajo la conducción del presidente Donald Trump, no solo comparte el trono con los chinos, sino que el liderazgo científico que se le suponía ha evidenciado muchos nubarrones. Varios países tienen la vacuna contra el coronavirus, mientras Trump y los grandes consorcios continúan todavía en una fase de propaganda.
Todo luce que ante la desventaja con que corre frente su rival Joe Biden, el gobernante estadounidense, quien por falta de habilidades no se queda atrás, ha utilizado la enfermedad, de que la sería víctima, para apelar al voto, a través de la fe, del norteamericano más creyente. Su rápida recuperación del virus en que no creía y frente al cual rehusó aplicar el protocolo recomendado por la OMS y los especialistas más reputados, no la atribuyó a la ciencia ni al medicamento que promovía, sino a una bendición de Dios.
El recurso, combinado con sus amenazas y otros ingredientes explosivos que han marcado la atípica campaña electoral, no parece casual toda vez que antes, durante y después del primer debate con Biden ha insistido en acusarlo de socialista, que es casi lo mismo que ateo.
Y es que Trump está claro en que tiene esta vez todas las de perder. No importa que a Biden se le vean mucho los años y que no proyecte una imagen fresca ni renovadora. En 2016 a Trump lo favoreció el sistema electoral.
En voto popular perdió por alrededor de tres millones frente a la demócrata Hillary Clinton, pero ganó en los colegios claves para superar los 270 electores, que es la mitad más uno de los 538 delegados que se necesitan para alzarse con la victoria. Sin la denunciada influencia externa y con una crisis sanitaria que ha se ha cobrado la vida de más de 219 mil personas y contagiado a más de 8 millones las perspectivas son sombrías para el candidato a la reelección.
Los crímenes raciales, que movilizaron a grandes núcleos, afectaron la imagen de Trump, pero no tanto como los evidentes errores frente a la pandemia que ha convertido a Estados Unidos en líder en muertes e infectados.
Esos errores han sido la principal arma en su contra de sus rivales demócrata. La asistencia económica con que ha socorrido a los desempleados ha tenido sus efectos positivos, pero, como dicen las encuestas, no para modificar la percepción del electorado. De ahí que se encomiende a la Providencia como tabla de salvación.
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