Not only do we have friendly fire in times of war, but we now also have friendly espionage in times of peace. The former is usually a regrettable accident on the battlefield, the result of a lack of coordination between forces on the same side who end up in each other’s firing lines. And the latter is a source of strife between the United States and its principal allies, one that threatens to unleash a serious crisis as Russia and China look on in glee.
In recent days, outrage has been mounting across Brazil, Mexico, Germany, France and a few other European countries at the revelation that their communications have been under surveillance by U.S. intelligence agencies. In addition to tens of thousands of regular citizens, 35 heads of state or government have had their telephone calls intercepted by the U.S. National Security Agency, the largest intelligence agency in the world.
Washington cannot deny it: The proof is in the thousands of documents stolen by ex-NSA analyst Edward Snowden, who handed them over to three journalists whom he trusted, before being granted political asylum in Russia. The publication of the first batch of papers exposed the vast global network established by the NSA to trace communications — including emails and text messages — in any country. The U.S. purports to be protecting itself against terrorism and, according to those responsible for the initiative, has foiled dozens of terrorist plots.
To begin with, the affected countries played down the issue, hoping to maintain good relations with Washington. All this changed in light of the subsequent disclosures over the interception of communications made by Brazilian President Dilma Rousseff, former Mexican President Felipe Calderón, German Chancellor Angela Merkel and other leaders whose names have not yet surfaced. In the face of such large-scale violation of their national sovereignty, staying silent no longer remained a possibility. Rousseff cancelled her trip to the United States, and Merkel has demanded an explanation from U.S. President Barack Obama (national security adviser to the White House, Susan Rice, informed her that at the current time Merkel’s line was not being spied on, nor would it be in the future, but she said nothing about whether it had been in the past).
It is clear that, in its obsession with the fight against terrorism, the U.S. has overstepped the mark. Its obligation now is to rectify what one of its top-ranking civil servants, quoted in The New York Times, has described as a “colossal error of judgment.”*
However, the NSA’s massive intrusion should not be the only cause for alarm: The inability of the affected countries’ intelligence services to detect and prevent the NSA’s spying is equally worrying, particularly since some countries that are less friendly, such as China or Russia, could also be doing the same.
Washington has denounced Beijing’s aggression in this respect on many occasions, for stealing military secrets, getting hold of state-of-the-art technology or even hitting a media outlet such as the The New York Times, after it published information detailing the corruption of China’s Prime Minister Wen Jiabao last year.
According to the Pentagon, around 90 percent of Internet attacks against the U.S. originate from China. Beijing has allegedly stolen information from more than 140 U.S. companies in the last six years and managed to obtain documentation relating to a new fighter jet.
The friendly countries also spy on each other, especially in the economic arena. Washington has complained several times about the aggression of French services, which are alleged to be running an espionage program to gain U.S. technological secrets. Indeed, companies across all the industrialized countries have unleashed a ferocious commercial war to conquer overseas markets and sell their products: Boeing vs. Airbus, high-speed trains, oil pipelines and — unsurprisingly — weapons and defense systems.
Former French Minister Bernard Kouchner has admitted as much in a recent interview: “Let’s be honest, we also eavesdrop. Everyone is listening in on everyone else. But we don’t have the same means as the United States, which makes us jealous. The magnitude of the eavesdropping is what shocked us.”
In the midst of the media storm sparked by Snowden’s documents, there is plenty of political theater to be seen in the European leaders’ reactions. None of them actually use their cell phone to discuss important matters; the same goes for business leaders working in sensitive sectors. And the NSA knows it. That ought to be sufficient motivation for the NSA to cease its indiscriminate spying, an activity that aggravates its country’s allies and contributes precisely nothing to the fight against terrorism.
*Editor's note: The original quotation, accurately translated, could not be verified.
Además del fuego amigo en tiempos de guerra, tenemos ahora el espionaje amistoso en época de paz. El primero suele ser un lamentable accidente en el campo de batalla, ocasionado por una falta de coordinación entre tropas de un mismo bando que se disparan mutuamente. Y el segundo es un motivo de discordia entre Estados Unidos y sus principales aliados que amenaza con desembocar en una grave crisis ante la mirada complacida de Rusia y China.
En estos días, cunde la indignación en Brasil, México, Alemania, Francia y algunos otros países europeos ante las revelaciones de que sus comunicaciones han estado bajo vigilancia de los servicios de inteligencia de Estados Unidos. Además de decenas de millones de simples ciudadanos, 35 jefes de Estado o de Gobierno han tenido sus llamadas telefónicas intervenidas por la National Security Agency (NSA), la mayor agencia de inteligencia del mundo.
Washington no lo puede negar: las pruebas están en los miles de documentos robados por el ex analista de la NSA Edward Snowden, que los entregó a tres periodistas de su confianza antes de obtener el asilo político en Rusia. La publicación de un primer lote de papeles había puesto en evidencia la gigantesca red mundial creada por la NSA para rastrear en cualquier país las comunicaciones, incluyendo los correos electrónicos y los SMS. EE.UU. pretendía protegerse contra el terrorismo y, según los responsables de ese despliegue, habrían frustrado decenas de atentados.
En un primer momento, los países afectados minimizaron el asunto con tal de mantener buenas relaciones con Washington. Todo cambió con las revelaciones posteriores sobre la intervención de las comunicaciones de la presidenta brasileña Dilma Rousseff, del ex presidente mexicano Felipe Calderón, de la canciller alemana Angela Merkel y de otros dirigentes cuyos nombres no han trascendido por el momento. Ya no era posible callar ante semejante violación de la soberanía nacional. Rousseff canceló su viaje a EE.UU. y Merkel ha pedido explicaciones al presidente Barack Obama (la asesora de seguridad nacional de la Casa Blanca, Susan Rice, le mandó decir que en este momento su línea no estaba siendo espiada ni lo sería en el futuro, pero no dijo nada sobre el pasado).
Está claro que, en su obsesión por luchar contra el terrorismo, EE.UU. se ha pasado de la raya. Está ahora en la obligación de rectificar lo que uno de sus altos funcionarios, citado por The New York Times, ha calificado de “error de juicio colosal”.
Ahora bien, el motivo de alarma no debería ser sólo por la intrusión masiva de la NSA, sino también por la incapacidad de los servicios de inteligencia de los países afectados de detectarla e impedirla. Sobre todo porque algunos países menos amistosos, como China o Rusia, podrían estar haciendo lo mismo.
Washington ha denunciado en varias oportunidades la agresividad de Pekín en este campo, tanto para robar secretos militares como para apoderarse de las tecnologías de punta o, incluso, para castigar a un medio como The New York Times, después de que publicara el año pasado informaciones detalladas sobre la corrupción del primer ministro Wen Jiabao.
Según el Pentágono, alrededor del 90% de los ataques cibernéticos contra EE.UU. provienen de China. Pekín habría robado información en más de 140 empresas estadounidenses en los últimos seis años y habría logrado hacerse con la documentación de un nuevo cazabombardero.
Los países amigos también se espían entre ellos, sobre todo en el terreno económico. Washington se ha quejado varias veces de la agresividad de los servicios franceses, que tienen supuestamente un programa de espionaje para apoderarse de secretos tecnológicos estadounidenses. De hecho, las empresas de todos los países industrializados libran una feroz guerra comercial para conquistar mercados en el extranjero y vender sus productos: Boeing contra Airbus, trenes de alta velocidad, oleoductos y, claro, armas y sistemas de defensa.
Lo acaba de reconocer en una entrevista el exministro francés Bernard Kouchner: “Seamos honestos, nosotros también espiamos. Todos espían a los demás. Pero no tenemos los mismos medios que Estados Unidos, lo cual nos pone celosos. La magnitud del espionaje fue lo que nos dejó estupefactos”.
En medio del ruido mediático desatado por los documentos de Snowden, hay mucho teatro político en las reacciones de los dirigentes europeos. Ninguno de ellos usa su teléfono celular para hablar de cosas importantes, como tampoco lo hacen los empresarios que trabajan en sectores sensibles. La NSA lo sabe. Debería ser un motivo suficiente para desistir del espionaje indiscriminado, que irrita a sus aliados y no contribuye en nada a la lucha contra el terrorismo.
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