The Weapons That Kill Us

Published in Excelsior
(Mexico) on 8 March 2009
by León Krauze (link to originallink to original)
Translated from by Patricia Simoni. Edited by Cara Brumfield.
A little more than 10 days ago, The New York Times published an article that received little attention in Mexican media. Obsessed as we are with our side of the equation in the fight against drugs (beautiful will be the day when Mexico no longer examines its own navel over everything), few analysts amended the story in which McKinley chillingly explained the scandalous dynamics behind the weapons traffic from the United States to Mexico, a factor central to understanding the spiral of violence involving our country.

According to the Ministry of Foreign Affairs, 97% of the weapons used by organized crime to wage battle against their criminal adversaries and against the Mexican State comes from the United States. This figure alone demonstrates the urgency to understand the illegal system of transporting weapons from north to south along the border. That is precisely what James McKinley found. And the story should embarrass the U.S.

In so many words, McKinley describes a system rendered defenseless when faced with the mechanics of crime. On the United States’ side of the frontier, more than 6,000 gun shops are in operation. Many of them employ little rigor in applying the lax laws of their country. McKinley illustrates U.S. failure to control the sale of weapons, with the case of a business called X-Caliber Guns, owned by one George Iknadosian.

In its simplicity, Iknadosian’s sales method is chilling. Knowing that trying to smuggle four guns is not the same as attempting it with 15, Iknadosian and his Mexican partners entered Mexico with only two at a time. This ant-like traffic pattern guaranteed them sufficiently low profile. In the end, however, the result is the same: organized crime armed to the teeth, thanks to the generosity of businesses such as X-Caliber Guns. James McKinley’s report ends with the finishing touch of a comparison of the total number of gun stores available to drug traffickers with the number of agents assigned by the Agency for Alcohol, Tobacco, Firearms and Explosives: 200 agents to monitor 6,600 stores. A real shame.

What can be done? Very little. The second amendment of the U.S. Constitution guarantees the right to bear arms, an article of faith for a good part of the population in that country. To change or limit that right in order to stop frontier weapons trafficking, as part of the war against drugs, is simply impossible. The National Rifle Association, a powerful group of lobbyists who defend the right to bear arms in the United States at all costs, has opposed control of any kind. The group, whose stubbornness was evident in the Columbine documentary of Michael Moore, has taken it even further, saying greater control over sales of assault weapons would have no impact at all on the effectiveness of the fight against organized crime at the border. Wayne La Pierre, one of the super-sophisticated leaders of the group, has even has even gone so far as to compare the frontier with the border between Pakistan and Afghanistan.

Such opinions must be deeply exasperating to the Mexican diplomatic force in the United States. But it isn’t worth it to try to change them. James McKinley, himself, with whom I spoke on the radio a few days ago, put it best when he said that the solution is not in gun sale laws, but in monitoring the gun stores.

Thus, Ambassador Arturo Sarukhan has done well to concentrate lobbying efforts in pushing for more oversight of the thousands of weapons retailers at the border. Meanwhile, the work of Sarukhan - and the genuine, catastrophic reality of life on the border - has won him fans, at least in the press. In the last few weeks, The New York Times and other papers, such as the San Diego Tribune, have published editorials demanding that Congress do more to stop the arms movement from the United States to Mexico. Sarukhan’s strongest ally is California senator, Dianne Feinstein, who is endeavoring to introduce legislation to prohibit public sale of assault weapons. Feinstein’s efforts are laudable and deserve diplomatic support from Mexico. Even though the result of her initiative remains uncertain, no one should give up: In any case, time and the bloody dynamics of the drug cartels will work against the myopic United States. When violence begins to invade not only Ciudad Juarez, but El Paso, the Congress in Washington will have to open its eyes. The decisions it makes when that happens will be a different story, a completely different story.


Las armas que nos matan

León Krauze

08-Mar-2009

En el lado estadunidense de la frontera operan más de seis mil armerías. Muchas de ellas aplican las laxas leyes de su país con poquísimo rigor.

Hace poco más de diez días, The New York Times publicó un texto que recibió poca atención en los medios mexicanos. Obsesionados como estamos con nuestro lado de la ecuación en la lucha contra el narco (hermoso será el día en que México deje de mirarse el ombligo en todo y para todo), pocos analistas repararon en el caso que, de manera escalofriante, contó el reportero James McKinley en las páginas del periódico neoyorquino. McKinley explicó la escandalosa dinámica detrás del tráfico de armas de Estados Unidos a México, factor central para entender la espiral de violencia en la que está metido nuestro país.

De acuerdo con la Secretaría de Relaciones Exteriores, 97% de las armas que utiliza el crimen organizado para librar la batalla contra sus antagonistas dentro de la ilegalidad y contra el propio Estado mexicano, proviene de Estados Unidos. Esa sola cifra revela por qué es urgente entender la manera como funciona la entrada ilegal de armas de norte a sur en la frontera. Eso es precisamente lo que consigue James McKinley. Y la historia debería avergonzar a las autoridades estadunidenses.

Palabras más palabras menos, McKinley describe un sistema indefenso frente a los mecanismos del crimen. En el lado estadunidense de la frontera operan más de seis mil armerías. Muchas de ellas aplican las laxas leyes de su país con poquísimo rigor. McKinley ilustra el fracaso estadunidense en el control de la venta de armas con el caso de una tienda llamada X-Caliber Guns, propiedad de un tal George Iknadosian. El señor Iknadosian ahora enfrenta un juicio por ser el responsable de vender, a lo largo de dos años, 700 armas de alto calibre al cártel de Sinaloa. De tan sencillo, el sistema de venta de Iknadosian resulta escalofriante. A sabiendas de que tratar de introducir cuatro armas no es lo mismo que intentarlo con 15, Iknadosian y sus socios mexicanos sólo ingresaban a México con dos a la vez. Este tráfico hormiga les garantizaba un perfil suficientemente bajo. Al final, sin embargo, el resultado es el mismo: el crimen organizado armado hasta los dientes gracias a la generosidad de negocios como X-Caliber Guns. El reportaje de James McKinley cierra con broche de oro cuando compara la cifra total de armerías a la disposición de los narcotraficantes contra el número de agentes asignados por la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos: 200 agentes para vigilar seis mil 600 tiendas. Una auténtica infamia.

¿Qué se puede hacer? Muy poco. La segunda enmienda de la Constitución estadunidense, que garantiza el derecho a la tenencia de armas, es dogma de fe para buena parte de la población de aquel país. Modificar o acotar ese derecho para detener el tráfico de armas en la frontera en el contexto de la lucha contra el narcotráfico es simplemente imposible. La Asociación Nacional del Rifle, el poderoso grupo de cabildeo que defiende a toda costa la tenencia de armas en Estados Unidos, ya se ha opuesto a cualquier tipo de control. El grupo —cuya testarudez fue evidenciada en el documental de Columbine, de Michael Moore— ha llegado al extremo de decir que un mayor control en la venta de armas de alto poder no tendría impacto alguno en la efectividad de la lucha contra el crimen organizado en la frontera. Wayne La Pierre, uno de los sofisticadísimos líderes del grupo, incluso se ha dado el lujo de comparar la línea fronteriza con la que divide a Pakistán de Afganistán.

Opiniones como esta deben resultar profundamente exasperantes para el esfuerzo diplomático mexicano en Estados Unidos. Pero no tiene mucho caso tratar de llevarles la contraria. El propio James McKinley, con quien conversé en la radio hace unos días, lo explicó mejor cuando me dijo que la solución no está en las leyes para vender armas sino en la vigilancia de las armerías.
Por todo lo anterior, el embajador Arturo Sarukhan ha hecho bien en concentrar sus esfuerzos de cabildeo en impulsar una mayor supervisión de los miles de expendios de armas en la frontera. Por lo pronto, el trabajo de Sarukhan —y la realidad catastrófica que se vive en la línea fronteriza— ya le han ganado adeptos, al menos en la prensa. En las últimas semanas, The New York Times y otros periódicos como el San Diego Tribune han publicado editoriales exigiéndole al Congreso estadunidense que haga más por detener el tránsito ilegal de armas de Estados Unidos a México. La principal aliada de Sarukhan es la senadora californiana Dianne Feinstein, quien pretende introducir una legislación con la que tratará de prohibir la venta al público de armas de alto poder. Los intentos de Feinstein son loables y merecen todo el apoyo diplomático de México. Aun así, el éxito de la iniciativa resulta incierto. Pero no hay que desesperar: en cualquier caso, el tiempo y la dinámica sangrienta de los cárteles de la droga obrarán, eventualmente, en contra de la miopía estadunidense. Cuando la violencia comience a invadir no Ciudad Juárez sino El Paso, el Congreso en Washington tendrá que abrir los ojos. Las decisiones que tomará cuando esto ocurra son otra historia, otra historia completamente.

camarahungara@hotmail.com
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