The new version of Obama that came with 2010 is the other face of a new landscape of global power. The politician who lit up the world in 2008 with his electoral campaign and his brilliant presidential victory reached the halfway mark of his term in November 2010 in dreadful condition. Obama’s weakness at home parallels his weakness abroad, as well as the new weakness of the United States in the world, which has been incubating for a decade, but came to a head in 2010. Washington’s leadership is in serious crisis, after the unfortunate swan song of the Bush presidency with wars in Iraq and Afghanistan.
One measure of the difficulties Barack Obama is facing, as well as [a measure] of his will, was health care reform, the central element of the presidential platform, meant to provide health coverage to the 32 million citizens who do not have it. It passed in March — with a delay of half a year and at the cost of being heavily diluted — at a time when Obama still had a Democratic majority in both houses of Congress. But the Republican Party wants to take advantage of their victory in last November's midterm elections, which left Obama isolated before a Congress controlled by the opposition, to prevent the reforms from being put into practice.
The resounding Democratic defeat in the midterms indicates the slim chance that Obama has to pass immigration reform, education reform and climate change reform. No one on the Republican side wants to help him. Although he was able to pass financial reform, the weakness of an economy that is still not creating jobs weighs on his presidency, and job creation is a politician’s only trump card during a time of crisis. To top it all off, two years after his departure, Bush’s legacy is rearing its head. The United States has pulled its combat troops out of Iraq, but is still fighting in Afghanistan, notwithstanding the president’s 2014 date for withdrawal. Guantanamo is still open. There is no progress in the Middle East. The fragile nuclear accord with Russia is in danger. And numerous parties have no compunction in challenging Washington: close allies like Israel, enemies like North Korea and Iran, friends like Brazil and Turkey, and even a stateless entity like WikiLeaks, with its disclosure of military and diplomatic documents.
Things are not any better for us Europeans. We do not have a tea party, the populist movement that inflames the conservative, religious American heartland against taxes, government intrusion and immigration. But we have similar movements, some of which are worse. The most serious symptom of decline in the West, manifested in the form of political anguish, is a bubbling up of xenophobic parties that win elections, influence governments and mark their agenda with the bogeyman of Islamic immigration, presented as a threat to European identity and a source of unfair competition for European workers.
Power is also shifting in Europe, where the forced reform of the welfare state and the drastic cuts imposed by the crisis are destroying what is left of social democracy. The strikes, social unrest and student demonstrations which began this year across the continent seem to be a mere prelude to what will happen when cuts to social programs really take hold. It is highly likely that the crises of sovereign debt and the euro will unleash first social, and later political crises.
These sparks are flying in the very year when the European Union expected to get comfortable with its new rules. This was the first year of the Lisbon Treaty, which came into force in December 2009, after a long gestation and enormously difficult birth, which was delayed by nearly a decade. The treaty was intended to last for many years, maybe even decades, without the need for more of the painstaking reforms that we have seen over the last 20 years, according to many European leaders. But the debut could not have happened at a worse moment, in the midst of serious difficulties for the euro, which threw into clear relief the weakness of the treaty when it comes to coordinating economic and monetary policy.
The euro, which came into circulation in January 2001 and is about to have its 10th anniversary, easily skated through the entire decade without problems until it bumped up against this economic and financial crisis. The euro’s easy life and the incapacity of the European partners to reform its constitution during the first decade of the century are probably the reasons behind Europe’s current weakness. Now panic about the euro is meeting reform fatigue, complicating the resolution of a crisis which demands more changes to the treaties in order to give Europe the economic government and coordination of fiscal and budgetary policies necessary to keep the monetary union from falling apart.
There is one consolation: At the edge of the abyss and with Euro-skepticism rampant even in the most pro-EU countries, in this year of crisis and pessimism many more steps have been taken toward European economic and monetary governance than during the placid first 10 years of the single currency. It was done out of necessity, clearly, not by choice, nor out of any pro-EU vocation. If this crisis does not kill us, it just might make us stronger. But we will have to know how to take advantage of it. China, which does know, is the only country that is truly doing so.
29 diciembre, 2010 - Lluís Bassets
El mapa del poder mundial que trajo 2010 (y 2)
La nueva versión de Obama que nos ha proporcionado este 2010 es la otra cara de este nuevo paisaje del poder planetario. El político que encandiló al mundo en 2008 con su campaña electoral y su fulgurante victoria presidencial ha alcanzado el meridiano de su mandato en noviembre de 2010 en las peores condiciones. La debilidad interna de Obama es el exacto correlato de su debilidad exterior y de la nueva debilidad de Estados Unidos en el mundo, que se ha incubado durante toda la década pero ha hecho su explosión en 2010. El liderazgo de Washington ha entrado definitivamente en crisis, después del desgraciado canto del cisne de la presidencia de Bush con las guerras de Irak y Afganistán.
La medida de las dificultades y de la voluntad de Barack Obama la dio su reforma del sistema de salud, elemento central de su programa presidencial que debería proporcionar cobertura sanitaria a los 32 millones de norteamericanos que ahora carecen de ella. Se aprobó en marzo, con más de medio año de retraso y a costa de echar mucha agua al vino, cuando Obama todavía contaba con mayorías demócratas en el congreso. Pero el Partido Republicano quiere aprovechar su victoria legislativa en las elecciones de mitad de mandato del pasado noviembre, que deja solo a Obama frente a un Congreso en manos de la oposición, para evitar que la reforma llegue a aplicarse.
La estrepitosa derrota demócrata en estas elecciones indica los escasos márgenes de acción que le quedan a Obama para las legislaciones que quería impulsar en inmigración, sistema escolar y cambio climático. Nadie le quiere ayudar desde las filas republicanas. Aunque consiguió aprobar la reforma financiera, pesa sobre su presidencia la debilidad de la economía, que todavía no crea puestos de trabajo, al final la única baza vencedora que puede exhibir un político en tiempos de crisis. En tan malas condiciones, la herencia de Bush ha vuelto a resurgir cuando apenas se cumplen dos años de su partida. Estados Unidos ha sacado este año sus tropas de combate de Irak, pero sigue enzarzado en Afganistán a pesar de la fecha de partida en 2014 marcada por el presidente. Guantánamo sigue abierto. Nada ha conseguido mover en Oriente Próximo. Peligra el frágil acuerdo de desarme nuclear con Rusia. Y son numerosos quienes no tienen recato en desafiar a Washington: estrechos aliados como Israel, enemigos como Corea del Norte e Irán o amigos como Brasil y Turquía, o incluso un poder no estatal como Wikileaks, con sus filtraciones militares y diplomáticas.
No nos van mejor las cosas a los europeos. No tenemos el Tea Party, ese movimiento populista que enciende los instintos conservadores y religiosos de la América profunda, contra los impuestos, contra la intervención del Gobierno y contra los inmigrantes. Pero tenemos cosas similares e incluso peores. El mayor síntoma del declive occidental, manifestado en forma de angustia política, lo proporciona esta ebullición de partidos xenófobos que triunfan en las urnas, condicionan gobiernos y marcan sus agendas políticas con el espantajo de la inmigración islámica, convertida en amenaza existencial para la identidad europea y en competencia desleal para sus trabajadores.
El poder está también cambiando de forma en Europa, donde la obligada reforma del Estado del bienestar y los recortes drásticos impuestos por la crisis está destrozando lo que queda de la socialdemocracia. Las huelgas y disturbios sociales y estudiantiles que han empezado este año en todo el continente parecen sólo el preámbulo de lo que sucederá cuando la poda social sea todavía más dura. Fácilmente la crisis de las deudas soberanas y del euro desembocará en crisis sociales y luego políticas.
Estas chispas saltan precisamente en el año en que la Unión Europea iba a sentirse ya cómoda con sus recién estrenadas nuevas reglas de juego. Este ha sido el primer año del Tratado de Lisboa, que entró en vigor en diciembre de 2009, tras una laboriosa gestación y enormes dificultades y retrasos para su aprobación, casi una década entera. Hay tratado para muchos años, quizás décadas, sin nuevas y tediosas reformas como las que hemos tenido en los últimos 20 años, se decían muchos dirigentes europeos. Pero el estreno no podía llegar en momento más aciago, en plenas dificultades para la moneda única europea, que ponen en evidencia la modestia del Tratado en cuanto a coordinación de política económica y monetaria.
El euro, que entró en circulación en enero de 2001 y ahora va a cumplir diez años, atravesó felizmente la década entera sin problemas hasta tropezar con esta crisis económica y financiera. Su vida tranquila y la incapacidad de los socios europeos para reformar sus tratados durante la primera década del siglo son probablemente el haz y el envés de la misma debilidad europea. Ahora el pánico por el euro se junta al cansancio reformador, dificultando de nuevo la resolución de una crisis que exigirá cambiar los tratados para dar a Europa el gobierno económico y la coordinación de políticas fiscales y presupuestarias imprescindibles para que la unión monetaria no se vaya a pique.
Único consuelo: bordeando el abismo y con un euroescepticismo rampante incluso en los países hasta ahora más europeístas, en este año de crisis y de pesimismo europeo ya se han hecho muchos más pasos hacia la gobernanza económica y monetaria europea que en los diez años de vida plácida de la moneda única. Por obligación, claro está, no por gusto ni por vocación europeísta. Si esta crisis no nos mata, puede incluso engordarnos. Pero habrá que saber aprovecharla. China, que lo sabe, es quien de verdad lo está haciendo.
(Este texto es la segunda y última parte del artículo publicado en el EPS de esta pasada semana. Enlace con el suplemento entero).
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