Yesterday, a few hours after the U.S. and European Union imposed financial, energy and military sanctions against Russia, the Kremlin announced its decision to ban imports of European and American food products — meat, dairy, fruits, vegetables and fish, among others — and warned about expanding its reprisals to include a ban on flights over its territory, as well as possible defensive measures in the auto, aeronautic and shipbuilding industries.
Whether we like it or not, the abovementioned decision is a reciprocal and proportional response to the isolation crusade undertaken by Brussels and Washington against Moscow. These actions are the result of tensions between both blocs over the civil war in Ukraine, which stemmed, it should be remembered, from the Euromaidan rebellion — a cause that was decidedly supported by the West.
Thus, what began as a tug-of-war in the current political order has turned into a serious matter with severe consequences for the national economies of each side. This situation allows one to ponder the existence of a real counterweight to the West — Russia; it is reminiscent of the Cold War era, except that now the mutual threat is not the possibility of starting a nuclear war, but that of fuelling an escalation in economic sanctions with potentially devastating effects for the respective populations, especially those with lower incomes.
Beyond these undesirable consequences, the phenomenon described above is undeniably interesting. This is because it calls into question one of the most optimistic perspectives on globalization: that the deepening of economic interdependence among the world’s nations would end up reducing conflicts between them, since it would reinforce relationships of mutual necessity. The reality, however, is that this economic interdependence is being used as a source of pressure and even hostility by powers such as the U.S. and Russia.
In contrast to the concerns that this situation creates among the world’s hegemons, it represents a window of opportunity for emerging markets in Latin America, Africa and Asia, to the extent that one of the foreseeable effects of the abovementioned bans and sanctions is the opening and diversification of a huge market such as Russia’s. It is no coincidence that Moscow has already initiated negotiations with diplomats from various Latin American countries with the purpose of finding substitutes for European Union and U.S. food products. Exports to Russia in that sector reached $15.8 and $1.3 billion last year, respectively.
Finally, these circumstances force us to reflect on the role of Mexico, which could benefit from the situation, like other emerging economies, if it had a strategy for market diversification, such as that adopted years ago by other nations in the hemisphere. However, the economic war between Russia and the West coincides with our country’s double-sided submissiveness to the U.S.: both politically, which is shown in the tepidness with which the Mexican government tends to react to its northern neighbor’s authorities, and economically, which is reflected in the fact that the vast majority of our country’s exports end up in the American market.
To summarize, the opportunity presented by the current geopolitical crisis finds our country in a vulnerable and dependent position, which is the result of governmental determination to conduct national politics and the economy under the precepts dictated by Washington.
Guerra económica y oportunidad perdida
Ayer, unas horas después de la imposición de sanciones financieras, energéticas y militares de Estados Unidos y la Unión Europea contra Rusia, el Kremlin anunció su decisión de vetar la importación de alimentos europeos y estadunidenses –carne, lácteos, frutas, verduras y pescados, entre otros–, y advirtió de ampliar las represalias a la prohibición de vuelos que atraviesen por su territorio e introducir medidas defensivas en la industria automotriz, aeronáutica y de construcción de embarcaciones.
Guste o no, la determinación referida es una medida recíproca y proporcional a la cruzada de aislamiento emprendida por Bruselas y Washington contra Moscú, al calor de las tensiones entre ambos bloques por la guerra civil en Ucrania, que se desató, cabe recordar, a partir de la rebelión del Euromaidán, impulsada decididamente por Occidente.
De tal forma, lo que se inició como un pulso en el orden geopolítico contemporáneo se ha tornado en un asunto de consecuencias serias para las economías nacionales, que permite ponderar la existencia de un contrapeso real a Occidente –el de Rusia– y remite, de manera inevitable, a los tiempos de la guerra fría, con la salvedad de que ahora el amago mutuo no radica en la posibilidad de desatar un holocausto nuclear, sino de atizar una escalada de sanciones económicas con efectos potencialmente devastadores para las poblaciones respectivas, sobre todo las de menores ingresos.
Más allá de estas consecuencias indeseables, el fenómeno descrito reviste un interés innegable. En primer lugar, porque pone en entredicho una de las perspectivas más optimistas de los impulsores de la globalización: que la profundización de la interdependencia económica entre las naciones del mundo terminaría por reducir los conflictos entre ellas, pues reforzaría las relaciones de necesidad mutua. La realidad, en cambio, es que dicha interdependencia económica está siendo usada como un factor de presión y hasta de hostilidad por potencias como Estados Unidos y Rusia.
En contraste con los factores de preocupación que esta situación genera en los hegemones planetarios, para los mercados emergentes de América Latina, Asia y África representa una ventana de oportunidad, en la medida en que uno de los efectos previsibles de los vetos y sanciones mencionados es la apertura y diversificación de un mercado de enormes proporciones, como el ruso. No es casual que Moscú haya iniciado ya negociaciones con diplomáticos de diferentes países latinoamericanos con el fin de sustituir los alimentos de la Unión Europea y Estados Unidos, cuyas exportaciones a Rusia el año pasado ascendieron, en ese rubro, a 15 mil 800 y mil 300 millones de dólares, respectivamente.
Por último, la circunstancia obliga a reflexionar sobre el papel de México, el cual podría beneficiarse de la situación al igual que otras economías emergentes si contara una estrategia de diversificación de mercados, como la que han adoptado desde hace años otras naciones del hemisferio. Sin embargo, la guerra económica entre Rusia y Occidente coincide en el tiempo con una doble sumisión de nuestro país a Estados Unidos: la política, que se expresa con la tibieza con que el gobierno mexicano suele reaccionar ante las autoridades del vecino del norte, y la económica, que se refleja en el hecho de que la inmensa mayoría de las exportaciones de nuestro país van a parar al mercado estadunidense.
En suma, la oportunidad que se desprende de la crisis geopolítica actual encuentra a nuestro país en una posición de vulnerabilidad y dependencia, resultado de un empeño gubernamental en conducir la política y economía nacionales bajo los preceptos dictados desde Washington.
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The economic liberalism that the world took for granted has given way to the White House’s attempt to gain sectarian control over institutions, as well as government intervention into private companies,