Hillary Clinton and Donald Trump: The Most Polarized Election Ever

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El contraste entre Hillary Clinton y Donald Trump desmiente el tópico según el cual, en las democracias occidentales, las diferencias entre las principales opciones son mínimas, una cuestión de matices. En el estilo, en la trayectoria vital y profesional, en el temperamento y la ideología, los partidos demócrata y republicano no habrían podido elegir a dos candidatos más distintos para las elecciones presidenciales del 8 de noviembre. Ella es una política profesional, experimentada, reflexiva, alérgica al riesgo y con propuestas que se inscriben la centralidad de Estados Unidos. Él es un novato en el oficio, un magnate inmobiliario y estrella de la telerrealidad, instintivo e indisciplinado, con facilidad para el insulto y un raro talento para conectar con un segmento del electorado defraudado por la política a la vieja usanza.

Después de un año de campaña y cuatro meses de elecciones primarias y caucus (asambleas electivas), demócratas y republicanos tienen a sus candidatos para suceder a Barack Obama en la Casa Blanca. En julio se celebrarán las convenciones que harán oficial la nominación.

Los demócratas han elegido a una candidata identificada con el establishment, alguien que ha vivido en la Casa Blanca como primera dama y que lleva cuatro décadas en política. Los republicanos se han visto desbordados por un movimiento insurgente y sus bases han coronado a un hombre que, aunque pertenece al establishment económico, alza la bandera antielitista: un candidato que, hasta hace unos años, ni siquiera pertenecía al partido y cuyas ideas violan muchos de los dogmas de la derecha.

Ella es una mujer de con escasas habilidades retóricas, más tecnócrata que animal político. Él, un torbellino verbal, un hombre propenso a las salidas de tono misóginas y racistas.

La aspirante demócrata es, como dijo esta semana el presidente Obama, una de las candidatas a la presidencia mejor cualificadas de la historia. Como primera dama, cuando en los noventa su marido, Bill, fue presidente, tuvo un papel activo en el Gobierno. En la década siguiente fue senadora por el estado de Nueva York y secretaria de Estado. Si la Casa Blanca dependiese del currículum, ella sería el presidente número 45. Pero la presidencia no depende de esto. Los estadounidenses suelen preferir a candidatos menos experimentados, sin el bagaje incómodo que suponen las largas estancias en Washington. El mito de Míster Smith, el ciudadano ingenuo, sin lastres, que en la película de Frank Capra de 1939 llega a Washington para descubrir la corrupción de la capital, sigue vigente. Otra cosa es que los votantes acepten a alguien con tan poco currículum como Trump, un empresario que nunca ha ejercido un cargo ejecutivo ni legislativo, sin una ideología política definida ni conocimientos, más que superficiales, sobre los asuntos que le ocuparán si llega a la Casa Blanca. Ella conoce, hasta la extenuación, la letra pequeña de los programas y las leyes, y cree en las mejoras paulatinas, pragmáticas, la estrategia de los dos pasos adelante y uno atrás, más que en la retórica ampulosa y las promesas de revoluciones. A él no le interesan estos detalles y cree que, con voluntad, “volverá a hacer grande a América”, como dice su eslogan.

Los perfiles psicológicos son opuestos. Trump es un “narcisista extremo”, en palabras el psicoterapeuta Joseph Burgo, autor de The Narcissist You Know: Defending Yourself Against Extreme Narcissists in an All-About-Me World (El narcisista que conoces: defiéndete ante los narcisistas extremos en un mundo que solo gira en torno a mí). “Un narcisista extremo”, dice Burgo, “experimenta la crítica, aunque sea válida, como un ataque personal, y al instante pasa a la ofensiva usando tres armas características para asaltar a su crítico: culparle, despreciarle e indignarse con autocomplacencia”.

Aunque, como todo aspirante presidencial, Clinton también presenta un grado de narcisismo, “no responde a los ataques de esta manera”, dice Burgo en un correo electrónico. Mantiene la calma, aun bajo presión. Da respuestas meditadas, a veces demasiado detalladas.

“Por otro lado, repetidamente parece topar con la ley de tal modo que indica que ella cree que puede permitírselo todo”, añade Burgo. Un ejemplo es el caso del servidor privado para enviar correos electrónicos que creó cuando era secretaria de Estado, ahora bajo investigación. Con este servidor, que era externo al sistema del Departamento de Estado pero usó para fines profesionales, se saltó las normas oficiales. “Estudios recientes han mostrado que la riqueza y el poder llevan a la gente a hacer trampas y a pensar que las leyes se aplican a los demás. Es decir, la riqueza y el poder promueven un comportamiento narcisista”.

Con Clinton nada es sencillo: la línea más corta entre dos puntos nunca es la recta. El primer intento de ser candidata a la Casa Blanca, en 2008, terminó el fracaso: la derrotó en las primarias demócratas un senador joven e inexperto, Barack Obama. La tendencia a complicarse la vida gratuitamente ante escándalos supuestos o reales le ha merecido una reputación de persona poco fiable. Trump engaña sin complejos y es capaz de contradecirse en una frase, pero proyecta la imagen de hombre directo y sincero. Improvisa sus discursos y dice lo que le pasa por la cabeza. Su irrupción en la política ha sido fulgurante: al primer intento ha derrotado en las primarias y caucus a 16 republicanos, algunos de ellos políticos veteranos con experiencia ejecutiva y legislativa y armados con millones de dólares y los mejores equipos de asesores.

Trump inicia la carrera para las presidenciales con 70 empleados en su equipo de campaña. Clinton tiene 732. Trump ha recaudado 57 millones de dólares, según los últimos datos disponibles. Clinton, 204. Trump alega que él se basta con un círculo reducido de colaboradores. Y sostiene que no necesita tanto dinero como Clinton: su presencia permanente en televisión le garantiza la audiencia millonaria sin desembolsar un dólar.

Clinton dispone del respaldo del Partido Demócrata. Dos expresidentes harán campaña con ella: Bill Clinton y Barack Obama. Sólo le falta que su rival en las primarias y caucus, el senador Bernie Sanders, admita oficialmente la derrota en las primarias y la apoye. El triunfo de Trump divide al Partido Republicano. Los dos últimos presidentes del partido, George Bush padre e hijo, y el último candidato, Mitt Romney, no quieren saber nada de él. Los dirigentes actuales le apoyan, sin entusiasmo.

Si ganase, Trump acreditaría que este es el año de los detractores del establishment, el de los votantes que quieren romper con la clase política. Si ganase Clinton, ocurriría lo contrario: pese al éxito de los candidatos insurgentes en las primarias y pese al malestar de los estadounidenses y el supuesto declive de la primera potencia, llegaría a la Casa Blanca quien mejor representa a la denostada élite: la candidata de la continuidad y, al mismo tiempo, la de la novedad más revolucionaria. La primera mujer presidenta.

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