La Historia se repite
Muchos de mis amigos liberales están encantados con el Brexit. Es difícil explicar por qué. La Unión Europea es un proyecto que debiera agradar a una mentalidad liberal. Desde el punto de vista económico, el principio de ampliar el tamaño del mercado y reducir las barreras al comercio es unos de las más viejas aspiraciones de la economía liberal, principio que Adam Smith expresó en La riqueza de las naciones con una de sus famosas frases: “La división del trabajo se ve limitada por el tamaño del mercado”. Como para Smith división del trabajo era casi sinónimo de progreso técnico, y éste equivalía a crecimiento, resulta claro que uno de los axiomas del padre de la economía liberal era que, cuanto mayor fuera el mercado, mayor sería el crecimiento económico. No se trata, sin embargo, de un simple argumento de autoridad: la realidad nos confirma diariamente la validez del axioma: son los grandes países con grandes mercados los que se disputan la supremacía económica del mundo. Hoy son Estados Unidos y China los casos paradigmáticos. Hay ejemplos históricos: desde el siglo XVI hasta el XIX Japón permaneció virtualmente aislado del resto del mundo. En 1868 cambió radicalmente de política y se abrió al mundo. A continuación experimentó un proceso de crecimiento sin precedentes. El caso de la China post-Mao es muy parecido. Europa, otrora la gran potencia mundial, con la fragmentación de sus mercados y sus rencillas intestinas, quedó reducida a un papel secundario tras las dos guerras mundiales que fueron, sobre todo, guerras civiles europeas. El principio nacionalista de Woodrow Wilson tras la Primera Guerra Mundial resultó como emplear gasolina para apagar un fuego. Se hizo evidente tras la Segunda Guerra Mundial que una Europa unida en torno a un mercado común era la solución a los problemas económicos y políticos de esta región y, por ende, una poderosa contribución para resolver los del mundo.
Como toda obra humana, la Unión Europea tiene serios problemas: entre otros, y señaladamente, falta cohesión entre las naciones integrantes. Por una parte, se ha pecado de optimismo al incluir a miembros que distaban de la madurez exigible y, por otra, las disparidades y rivalidades son otros tantos frenos a la integración necesaria para que las virtudes del mercado único se hagan sentir plenamente; hay recelos y desacuerdos regionales (especialmente entre el norte y el sur) que entorpecen la integración, tanto la política como la económica. Pocos ciudadanos tienen la visión grande, que trascienda la parroquia y el campanario. Todos estos problemas tienden a acentuar a la vez la impaciencia y el escepticismo. Pero todo esto no parece justificación suficiente para explicar el separatismo británico y menos el apoyo al separatismo de los miembros no británicos, y menos aún el de aquéllos que se definen como liberales. El problema de la cohesión entre naciones europeas es algo que puede solucionarse con el tiempo, a medida que las nuevas generaciones viajen y aprendan idiomas, de modo que los habitantes de unas naciones y otras se sientan más próximos. Para esto se han creado programas de intercambio de estudiantes, como los Erasmus, Sócrates, Comenius, etc.
La única explicación que se me ocurre de lo que yo llamaría la aberración pro-Brexit liberal es la ola de irracionalidad que ha invadido el mundo, en especial la comunidad occidental, como consecuencia de la reciente Gran Recesión. Si a esto añadimos la anglofilia en la que tradicionalmente comulgan los liberales españoles, quizá podamos vislumbrar una explicación a la paradójica postura de muchos de estos amigos. Y es que recientemente los dos países anglosajones más emblemáticos, Estados Unidos y Gran Bretaña, han sido invadidos por una ola de irracionalidad que amenaza con destruir el edificio de coexistencia y cooperación trabajosamente levantado, en gran parte por estos mismos países, desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Pero esto no es nuevo. La historia se repite. Ya lo dijo Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte: la primera vez se repite como un drama, la segunda vez como una farsa (y eso que no conocía a Boris Johnson). La vez anterior en que una ola de irracionalidad invadió el mundo como consecuencia de una catástrofe económica fue durante la Gran Depresión de 1929-1939. La siguiente tiene lugar ahora, como consecuencia de la Gran Recesión de 2007-2017. En virtud de todo esto, yo propondría un principio de Arquímedes social con el siguiente enunciado: “Como consecuencia de una crisis económica, toda sociedad experimenta un ataque de locura pasajera proporcional a la magnitud de esa crisis, es decir, a la caída sufrida en la renta nacional por habitante”.
En respuesta a la Gran Depresión del siglo XX, los países impusieron altísimas barreras al comercio, empezando con los aranceles (en lo que Estados Unidos dio ejemplo con la deplorable ley Hawley-Smoot), y recurriendo pronto a las cuotas, los contingentes, los controles de cambios, las restricciones o prohibiciones a los movimientos de capital, etc. Lo que a principios de siglo era un mercado internacional bastante integrado se fragmentó en pequeños mercados nacionales atrincherados tras altísimos muros casi impasables. El remedio fue peor que la enfermedad. En virtud del principio de Adam Smith, la disminución del tamaño de los mercados redujo mucho el comercio internacional y con él la renta, lo cual agravó la depresión. El nivel de locura colectiva subió: los alemanes eligieron canciller a Hitler, el fascismo se extendió por Europa, en España estalló la guerra civil. El triunfo de Roosevelt en Estados Unidos en 1932 fue visto por unos como la antesala del comunismo y por otros como el caballo de Troya del fascismo. No era ni una cosa ni otra, pero el trastorno mental transitorio colectivo deformaba la percepción de la realidad, y la gente actuaba de acuerdo con esa percepción. El último resultado de toda esta locura general fue la Segunda Guerra Mundial, el conflicto más violento y mortífero de todos los tiempos.
Hoy estamos repitiendo los disparates de entonces en virtud del principio de Arquímedes social. Los ingleses parecen haber llegado a extremos sorprendentes de locura. Hace dos años y medio, los partidarios del Brexit trataron de hacerlo aceptable al público diciendo que no había peligro de salida sin acuerdo, porque éste sería muy sencillo, cuestión de meses. Hoy esos mismos partidarios, incluido el flamante primer ministro, han cambiado de sintonía y vociferan a favor del Brexit duro, sean cuales sean las consecuencias, y el público parece dispuesto a seguirlos, a pesar de tantas mentiras.
Hasta tal extremo ha llegado la demencia que hoy hay en el Reino Unido una fuerte corriente de opinión que prefiere que se desmiembre el país (que se separen Escocia y el Ulster, y deje, por tanto, de ser reino unido) a que permanezca en la Unión Europea. Volviendo de nuevo a Adam Smith: por supuesto, la separación del Reino Unido tendrá un coste económico muy fuerte, sobre todo para el propio Reino Unido. No les importa, no están en modo racional; pero cuando despierten de la locura transitoria, será ya demasiado tarde. Quién sabe lo que dirán entonces mis amigos liberales.
En Estados Unidos no solamente se ha vuelto al proteccionismo. El muro que Trump y sus votantes quieren construir es más que legal; es material, de hierro y acero. El proteccionismo, el aislacionismo que tanto daño hizo durante la Gran Depresión, ha vuelto. En Europa pululan los partidos populistas de derechas y de izquierdas que propugnan el aislamiento. Vamos camino de una fragmentación política y económica similar a la hace ochenta años.
Pero hay una cierta esperanza. Se puede y se debe aprender de la historia para no repetir las locuras del pasado. Si la Recesión no llegó a ser Depresión es porque economistas y políticos aprendieron del pasado y recurrieron a las recetas keynesianas cuando éstas eran aplicables (no siempre lo son). Lo que ahora necesitaríamos son psiquiatras que supieran curar los trastornos de locura colectiva.
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