QAnon Is a Symptom of a Larger Problem

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En la era de la transparencia, en la que cualquier conjetura puede ser desmontada en cinco minutos, lo lógico sería que una teoría tan descabellada como la de QAnon muriera de inanición al poco de ser lanzada, o como mucho malviviera en sumideros minoritarios de excéntricos antisistema. Pero la lógica de Internet lleva justo a lo contrario. A que la más peregrina de las teorías de la conspiración pueda extenderse y cruzar fronteras hasta alcanzar millones de adeptos en poco tiempo. Y también en poco tiempo estar en condiciones de influir en algo tan decisivo como pueden ser las próximas elecciones presidenciales norteamericanas.

Los portadores de la letra Q que hemos visto en las manifestaciones antimascarillas están convencidos de que existe una conspiración universal de pedófilos que secuestran y violan a niños, personajes malévolos que ocupan lugares estratégicos de poder, lo que ellos llaman el Estado Profundo (Deep State), para dominar el mundo. La teoría surgió en 2017 en Estados Unidos de la forma más banal: una simple entrada en el foro de Internet 4chan de un usuario que sugería ser miembro del servicio secreto norteamericano. Enseguida prendió en los foros de ultraderecha, que la utilizan ahora en apoyo de Trump, a quien señalan como el héroe capaz de poner fin a la conspiración pese a ser el más errático y poderoso de los gobernantes. Lo dramático de esta teoría es que ya ha provocado violencia, incluidos varios atentados. Además de sospechosos habituales como Hillary Clinton, Barack Obama, Bill Gates y George Soros, también señalan a gente corriente y negocios locales que luego son objeto de ataques.

Lo de menos es la teoría. Podría ser cualquier otra idea pero lo peligroso es la rapidez con la que prende. El anonimato de las redes y los algoritmos que priman los contenidos polémicos para aumentar el tráfico de foros y plataformas son un excelente aliado, pero eso no lo explica todo. Las teorías de la conspiración siempre se han nutrido de la idea de un poder oculto, de señalar a un enemigo como el catalizador de todos los males. Pero ahora encuentran un caldo de cultivo muy fértil en la incertidumbre que provocan los cambios profundos que vivimos, unos cambios que no controlamos y a veces tampoco entendemos. En el miedo al futuro, agravado por la erosión de las seguridades colectivas de las que nos habíamos dotado a través del Estado de bienestar. Y también en la progresiva erosión de la democracia, que se traduce en una devaluación de los valores que antes nos protegían porque los sabíamos compartidos. Valores como el respeto por la verdad. Ahora cotizan tan a la baja que resulta verosímil que un político mienta descaradamente y no pase nada o que las leyes queden en papel mojado porque los perjudicados con poder siempre encuentran un resquicio para vulnerarlas. Es esta descomposición la que ayuda a que ideas absurdas tengan más recorrido de lo que sería esperable como advierten desde hace un tiempo las encuestas.

El problema es que no somos capaces de dar con el antídoto adecuado. Hablar de ellos es hacerles publicidad. Como advierte la filósofa alemana Carolin Emcke, ellos no buscan debatir sus teorías, buscan polemizar para ganar notoriedad y de algún modo legitimidad para entrar en el debate público. Pero no hablar de ellos es también dejarles la pista libre de obstáculos para que puedan seguir creciendo y alimentando bulos y falsedades. Quienes se sienten angustiados por no tener el control de sus vidas y buscan grandes placebos con los que mitigar su ansiedad, serán receptivos a este tipo de teorías. Abrazándolas, incluso pueden sentirse privilegiados por acceder a una verdad que otros ignoran. Cualquier mensaje destinado a desmentirlas será considerado parte de la conspiración en la que creen. No es fácil saber qué es mejor en cada momento. Pero no podemos dimitir de nuestra responsabilidad, que es defender los principios de la ciencia y de la razón.

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