Last August, 50 women in the Atlacholoaya Social Rehabilitation Center in Morelos, Mexico, went on a hunger strike to protest mistreatment and the tightening of the security measures in the prison. The protest unfolded in the context of the certification that the American Correctional Association (ACA) is pushing.
The protest measure, which barely received a footnote in the local newspapers, suggests that a broader process that is occurring across the country —importing the U.S. model of punitive incarcerations — in the name of security and governance.
As part of the so-called Merida Initiative, the United States has donated $14 million to “support” the Mexican prison system at both the federal and state levels. The initiative, which began in December 2008, lays the groundwork for a program of cooperation between the U.S. and Mexican governments whose point of departure is to ensure justice is served and expand international bilateral cooperation under the guise of fighting crime.
The Merida Initiative (also known as “Plan Mexico” for its similarity to Plan Colombia) has been widely criticized because of its interventionist nature, its punitive approach in addressing the production, trafficking and use of drugs, and its failure to include prevention strategies. Despite the broad criticism of U.S. interventionism under Plan Mexico, little has been said about the global implications of a state-sponsored incarceration model that promotes the expansion of infrastructure under the prison industry — at the same time as a legal framework legitimizing the criminalization of poverty and political dissent is being created.
Investment to build new prison complexes, coupled with the ACA’s meddling in the definition of how such structures should be used, demonstrates there is a process of standardization (in the name of “modernizing infrastructure” and human rights) to impose an incarceration model in which security and control of the population become more important than social reinsertion. Rehabilitation centers are coming to be seen as “correctional.”
Paradoxically, of the ACA’s 138 quality standards, which include modernization of prison infrastructure, staff training, the establishment of strict controls and discipline, and improvements in financial and human resources administration, it is the disciplinary measures and the “governance” which are usually implemented first, given the lack of resources to improve physical infrastructure.
While waiting for the financing to set up libraries and TV rooms, or to improve drainage, female prisoners at the Atlacholoaya Social Rehabilitation Center for Women, which is undergoing a certification process, had to get rid of the well-stocked libraries and televisions which are prohibited under the new regulations, and continue facing the putrid odors that permeate the cells from the drainage system.
We are importing a prison model that has been broadly criticized as dehumanizing and racist. An abundant literature about the prison-industrial complex in the U.S. reveals the dangers inherent in a penitentiary system whose goal is profit — not social reinsertion.
With 2 million detainees — excluding the 5 million people on detention — the U.S. has the largest number of incarcerations. With only 5 percent of the world’s population, the U.S. has 25 percent of the world’s inmates.
Incarceration has become a profitable business through the development of the prison-industrial complex, which is now the U.S. government’s principal response to social conflict. This is the model the U.S. wants to export through the Merida Initiative and its certification process.
To date, eight of 16 Mexican federal prisons have been certified by the ACA, together with six state prisons (five in Chihuahua and one in Baja California). It is important to determine whether standardization is improving inmates’ human rights, or if it is just another example of U.S. interventionism.
Certificación carcelaria: ¿nuevo embate del intervencionismo estadunidense?
En agosto pasado 50 mujeres del Centro de Readaptación Social de Atlacholoaya, Morelos, se fueron a huelga de hambre en protesta por los malos tratos y el endurecimiento de las medidas de seguridad en dicho centro penitenciario, en el contexto del proceso de certificación que promueve la Asociación Americana de Correccionales (ACA, por sus siglas en inglés).
La medida de protesta, que apenas dio pie a una pequeña nota en los diarios locales, fue un llamado de atención sobre un proceso más amplio que se está llevando a cabo en todo el país: la importación de un modelo carcelario estadunidense punitivo, en nombre de la seguridad y la gobernabilidad.
Como parte de la llamada Iniciativa Mérida, Estados Unidos ha aportado 14 millones de dólares para “apoyar” al sistema penitenciario mexicano, tanto federal como estatal. Dicha iniciativa, surgida a partir de diciembre de 2008, sienta las bases de un programa de colaboración entre los gobiernos de Estados
Unidos y de México que parte del reforzamiento de la procuración de justicia y la ampliación de la cooperación internacional bilateral en la lucha contra la delincuencia.
La Iniciativa Mérida (también conocida como Plan México por sus similitudes con el Plan Colombia) ha sido ampliamente criticada por su carácter intervencionista y priorizar la estrategia punitiva para contrarrestar la producción, el tráfico y el consumo de drogas, y pasar por alto las estrategias de prevención.
A pesar de las críticas amplias al intervencionismo estadunidense del Plan México, se ha dicho poco sobre lo que esto implica a nivel de la globalización de un modelo de Estado penal que promueve el crecimiento de la infraestructura y la industria penitenciaria, a la vez que se crea el marco legal para legitimar la criminalización de la pobreza y de la disidencia política.
La inversión en la construcción de nuevos complejos penitenciarios y la intervención de la ACA para definir cómo deben funcionar dichos espacios, nos habla de un proceso de estandarización que en nombre de la “modernización de la infraestructura” y los derechos humanos está imponiendo un modelo carcelario en el que la seguridad y el control de la población son más importantes que la reinserción social. Los Centros de Readaptación Social vuelven a ser concebidos como “correccionales”.
Paradójicamente, de 138 estándares de calidad que establece la ACA, que incluyen: la modernización de la infraestructura carcelaria, la capacitación del personal, el establecimiento de medidas de control y disciplina estrictas, el mejoramiento de la administración de recursos humanos y financieros, son las medidas disciplinarias y de “gobernabilidad” las que tienden a implementarse primero, por la “falta de recursos para el mejoramiento de las instalaciones”.
Mientras llega el financiamiento para la instalación de bibliotecas equipadas, salas de televisión y mejoramiento del drenaje, las internas del Cereso Femenil de Atlacholoaya, que se encuentra en proceso de certificación, han tenido que deshacerse de sus libros y aparatos de televisión, prohibidos por los nuevos reglamentos, y seguir soportando los olores putrefactos del drenaje que invade
sus celdas.
Estamos importando un modelo carcelario que ha sido ampliamente criticado por su deshumanización y racismo. La literatura en torno al crecimiento del Complejo Industrial Penal (Penal Industrial Complex) en Estados Unidos es muy amplia y nos habla de los peligros que conlleva que el fin del sistema penitenciario sea la ganancia económica y no la reinserción social.
Estados Unidos es el país con más personas encarcelada: 2 millones de detenidos, cifra a la que se deben añadir 5 millones en libertad condicional. Esto implica que mientras tiene sólo 5 por ciento de la población mundial, cuenta con 25 por ciento de los prisioneros del planeta.
Al parecer, el encarcelamiento ha resultado ser un negocio muy lucrativo con el desarrollo de la industria penitenciaria, y es a la fecha la principal respuesta del gobierno estadunidense ante la conflictividad social. Este es el modelo que nos quieren compartir por conducto de la Iniciativa Mérida y sus procesos de certificación.
A la fecha, ocho de las 16 prisiones federales mexicanas cuentan ya con la certificación de la ACA y seis prisiones estatales: cinco en Chihuahua y una en Baja California.
Será importante valorar si realmente esta estandarización ha representado una mejoría en los derechos humanos de los internos o si sólo es una estrategia más del intervencionismo estadunidense.
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