El nuevo movimiento que gira en torno a estar “alerta ante la injusticia” es una oportunidad para repensar el gran debate sobre qué nos hace universales y a la vez únicos como individuos
De un modo similar al movimiento MeToo que hace algo más de dos años propinó una sacudida al orden hegemónico masculino, el movimiento Black Lives Matter lo ha hecho más recientemente con la hegemonía blanca. La historia comienza, nuevamente, en Estados Unidos, pero sus ecos alcanzan todo el mundo occidental. Hay una parte de la sociedad que celebra este despertar global a la discriminación étnica o racial, una más dentro del abanico de discriminaciones que conducen a la desigualdad de oportunidades y, por esta vía, a la desigualdad socioeconómica. La palabra que utilizan tanto afines como detractores para definir este movimiento es, precisamente, woke, despierto. El diccionario de Oxford admitió esta palabra entre sus neologismos en 2017, definiéndola en su segunda acepción como “alerta a la discriminación e injusticia racial o social”, aunque el término fue utilizado con este sentido ya en la década de 1940. La mirada woke más reciente tiende a ser interseccional: entiende que las discriminaciones por razón de color de piel, origen étnico, clase social, sexo, sexualidad o lugar de nacimiento se superponen y refuerzan mutuamente.
Para sus críticos, estamos ante una ideología progresista que ha perdido su esencia universalista, entregándose a causas secundarias o ajenas —primero el feminismo y ahora el antirracismo— que no hacen sino sembrar la discordia y polarizar a la sociedad. Dentro de Europa, el rechazo a este progresismo de nuevo cuño es especialmente fuerte en Francia, donde se desarrolla una polémica en torno a lo que se conoce por islamo-izquierdismo, un término peyorativo utilizado por la extrema derecha y que ha recuperado el Gobierno de Macron. Con el brutal asesinato del profesor de instituto Samuel Paty a manos de un joven yihadista como trasfondo, la ministra de Universidades e Investigación, Frédérique Vidal, generó un enorme revuelo el pasado febrero al denunciar el islamo-izquierdismo que “gangrena a la sociedad en su conjunto y al que la universidad no es impermeable”, mientras anunciaba una investigación interna para discernir entre investigación académica y militancia.
Previamente, el ministro de Educación, Jean-Michel Blanquer, había sostenido que “hay que luchar contra una matriz intelectual que proviene de las universidades estadounidenses y de las tesis interseccionales que buscan esencializar comunidades e identidades, en las antípodas de nuestro modelo republicano que postula la igualdad entre los seres humanos, independientemente de sus características de origen, del sexo, de su religión”. Añadía: “Es el caldo de cultivo para una fragmentación de nuestra sociedad y una visión del mundo que converge con los intereses de los islamistas”.
En el ojo del huracán están las teorías poscoloniales, pero, en general, cualquier aproximación interseccional a la desigualdad. La reacción airada a las declaraciones de Vidal por parte de un buen número de académicos, la conferencia de rectores y el propio CNRS (Centro Nacional para la Investigación Científica, equivalente del CSIC) no se hizo tardar. Unos denunciaron un Gobierno que pretende coartar la libertad académica en nombre de esa misma libertad académica. Otros hablaron de la necesidad del Gobierno de Macron de agitar una guerra cultural para distraer a la opinión pública de la situación deplorable de los universitarios durante la pandemia y, de paso, competir en el caladero electoral de la extrema derecha. Aún otros consideraron ridículo otorgarle tanto poder a un pequeño número de investigadores ocupados en deconstruir el pasado colonial francés y su legado actual. En cualquier caso, denuncian algunas voces de izquierda, el daño ya está hecho: ante la opinión pública se ha establecido una complicidad, si no una cadena causal, entre la investigación académica sobre los procesos coloniales, el activismo antirracista, el integrismo islámico y, por último, el terrorismo yihadista. Una estrategia vieja y peligrosa, lamentan, no muy distinta de cuando en la década de 1930 gobiernos y partidos se referían a la conspiración judeo-bolchevique.
El rechazo que suscita en la actualidad la teoría poscolonial —y no solamente en la extrema derecha— no es una particularidad francesa. Tampoco lo es el hecho de que muchos de aquellos que se expresan en su contra no parezcan excesivamente familiarizados con ella. Al igual que los estudios de género, se trata de disciplinas que existen desde hace décadas en las universidades anglosajonas y de otros países sin que nadie se haya preocupado por ello. Sin embargo, con el auge de los movimientos MeToo y BLM, sus conceptos y teorías han cobrado un cariz reivindicativo y un contenido político real que, visiblemente, las convierte en una amenaza para el orden establecido. No es casualidad que la reacción a su presencia sea especialmente virulenta en Francia, cuna y baluarte del pensamiento ilustrado, pero cuna también de algunos de los intelectuales que más se afanaron en deconstruirlo y cuestionar su hegemonía. Entre ellos, Michel Foucault y Jacques Derrida, que con sus trabajos contribuyeron al desarrollo de los estudios poscoloniales y de género al otro lado del Atlántico.
En esencia, estas aproximaciones teóricas mantienen que el pensamiento moderno e ilustrado que sigue ordenando mayoritariamente nuestra percepción del mundo se moldea a imagen y semejanza del hombre blanco de origen europeo, siendo este la vara de medir para determinar aquello que es universal, científico u objetivo y, por lo tanto, autorizado y de valor; y aquello que no lo es, o lo es menos. La eficacia que muchos le reconocemos a esta manera de analizar la realidad, y que vemos confirmada con frecuencia por nuestras propias experiencias, no quiere decir que, como todo sistema de pensamiento, no esté exento de contradicciones y que, una vez fuera de los círculos académicos, en la arena del activismo político, la mirada woke se preste a reduccionismos dogmáticos y a actitudes intransigentes.
En ese sentido, es obligatorio mantener abierto el gran debate sobre qué nos hace universales y a la vez únicos como individuos, pero también aquel más práctico sobre cómo organizar nuestra convivencia de manera que de facto todos tengamos las mismas oportunidades para desarrollarnos y participar plenamente de la vida pública en todas sus manifestaciones. En el caso que nos ocupa, muchos intelectuales y el propio Estado francés harían bien en aprovechar la amenaza woke como una oportunidad para colocarse, de nuevo, en la vanguardia de las ideas políticas. En lugar de blindarse en una resistencia acérrima a reconocer que, pese a las mejores intenciones incluso, el racismo y el sexismo forman parte de la República —que no se circunscriben a un puñado de individuos racistas y sexistas, sino que se trata, como en tantos otros lugares, de un problema estructural con raíces históricas—, ¿por qué no asumir el reto de repensar el sujeto republicano y la noción de universalidad a la luz de las revoluciones del presente?
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