In addition to the many problems that overlap in our dense relationship with the United States, the issue of immigration and its endless debate in Washington are making combating illicit drugs in both countries increasingly complex. Both issues are fused into one shared concern: national security.
Recent events have come to emphasize this interconnection. One the one hand, the racist anti-immigration law in Arizona emerges from its dark nest. On the other, authorization for the consumption and even the local production of marijuana, considered a “minor” drug, appears appropriate for anyone, not just for medical use. Now, both presidents declare almost simultaneously, and in their own way, their personal discord with the legalization of drugs. Calderon, nevertheless, acknowledges the value of a public discussion.
While in Mexico we prepare the forums to debate whether or not to use military force against the drug traffickers or to accept the legalization of drug consumption, the White House sends, for security reasons, 1,200 soldiers to its southern border, not to intercept the contraband of weapons destined for the Mexican mafias but rather to block the entrance of our desperate migrants. The 10 percent unemployment rate in that country contributes to an opportunistic political justification.
The issue of immigration also serves them by disguising the lack of control of the extensive network of drug distribution that exists in the United States.
If those who see military action as a true strategy against the fierce violence that allows drug traffickers to defend their positions and attack the state, they should, without a doubt, relentlessly pursue this approach to the necessary levels in order to wipe out the evil as done in Colombia where this strategy seems to have succeeded in leaving the worst violence behind. It is impossible to think that in one six-year term Calderon could remove the cancer that has extended over decades with the consent of the former PRI (International Revolutionary Party) governments.
Notwithstanding the abovementioned, there is the flagrant loss of respect for the value of the morality and ethics that every society requires to sustain itself. The abuse extended by drugs and their distribution, often made necessary by extreme poverty, walks on weakened moral ground.
The fight, therefore, is also waged in the field of morality. Beginning with the nuclear family and continuing through schooling, the principles that shield an individual from the drug empire must be instilled. The ethical bases promoted by a community justify the behavior that it demands from its members. The political, military and new financial measures taken to combat drug trafficking do not reach the bottom. It is essential to guard and give value to ethics and social solidarity with energetic campaigns organized by both the government and civil society.
In the Mexican people’s innermost roots survive healthy values that are compatible with the standards of conduct that are necessary for a productive and happy life. These campaigns should utilize social networks and deeply entrenched community outlets. At the same time, measures must be taken to inform everyone about the terrible personal and social consequences that result from the consumption and trafficking of drugs. The role of political, business and religious leaders is crucial to instill the respect of constructive values and norms of behavior.
It is not necessary to wait any longer to engage in this fight in both the military and ethical fields. This is not the time for doubt or confusion, but rather for clarity and solidarity.
Ética y acción
Casi simultáneamente los presidentes Calderón y Obama declaran su desacuerdo con la legalización de las drogas
Julia Faesler
A los muchos problemas que se imbrican en nuestra densa relación con Estados Unidos, se añade el de la migración y su interminable debate en el Congreso de Washington, haciendo más complejo el combate a las drogas en los dos países. Ambos asuntos se funden en un tema compartido, el de seguridad nacional.
Eventos recientes vienen a subrayar esta interconexión. Por una parte, emerge de su oscuro nido racista la ley antimigratoria promulgada en Arizona. Por la otra, aparece en California la autorización para el consumo y hasta la producción local de la marihuana, considerada como droga "leve", apta para cualquiera, no sólo para uso médico. Casi simultáneamente los dos Presidentes declaran, cada uno por su cuenta, su desacuerdo personal con la legalización de las drogas. Calderón, sin embargo, acepta la utilidad de una consulta pública.
Mientras en México preparamos así los foros para debatir el seguir o no con la acción militar contra los cárteles de los narcotraficantes o bien aceptar legalizar su consumo, la Casa Blanca envía por razones de seguridad, mil 200 soldados a su frontera sur, no para interceptar el contrabando de armas destinadas a las mafias mexicanas, sino para bloquear la entrada de nuestros desesperados migrantes. El desempleo al 10% en ese país aporta una oportuna justificación política. El tema de la migración también les sirve para disimular la falta de control de la extensa red de distribución de drogas que se da en EU.
Si tienen razón los que ven en la acción militar una verdadera guerra contra la fiera violencia que libran los narcotraficantes entre sí para defender sus plazas y contra el Estado, no cabrá duda que debe proseguirse implacablemente esta estrategia escalándola hasta los niveles que hagan falta para aniquilar el mal, como se hizo en Colombia que parece haber dejado atrás lo peor. Imposible pensar que en un solo sexenio Calderón extirpe un cáncer que se ha extendido desde hace décadas con la anuencia de los gobiernos priistas.
Independientemente de lo anterior, está la flagrante pérdida de respeto en todos los ámbitos hacia los valores morales y éticos que toda sociedad requiere para sostenerse. El abuso extendido de las drogas y su distribución tantas veces obligada por la pobreza extrema camina sobre este suelo moralmente debilitado.
La lucha, por lo tanto, se libra también en el campo de la moral. Desde el núcleo familiar pasando por la escuela hay que inculcar los principios que blinden al individuo contra el imperio de las drogas. Las bases éticas que la comunidad tiene por válidas justifican el comportamiento que ésta exige de sus miembros. La acción policial, militar, las nuevas restricciones financieras para combatir el narcotráfico no tocan pues, fondo. Es indispensable hacer valer y vigilar los valores éticos y de solidaridad social con enérgicas campañas de opinión organizadas tanto por el gobierno como por la sociedad civil.
En las raíces más íntimas de los mexicanos perviven los valores más sanos que responderán positivamente a la difusión de las normas de conducta que conducen a una vida productiva y feliz. Estas campañas deben utilizar las redes sociales y las radios comunitarias de alta penetración. De igual manera, hay que usar estos medios para impactar la conciencia de todos sobre las terribles consecuencias personales, familiares y sociales que resultan del consumo y del tráfico de drogas. El papel de los líderes políticos, empresariales y religiosos es imprescindible para difundir el respeto a los valores y normas constructivas de conducta.
No hay que esperar más por librar esta lucha en los dos campos en lo militar y en lo ético. No es momento de duda ni de confusión, sino de claridad y firmeza.
*Consultor
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